Brindis al sol
Alberto González Troyano
Los otros catalanes
Su propio afán
Otras cosas, no sé, pero tengo los mejores no lectores del mundo. No hago una broma con que tengo pocos lectores, eh, pues no me quejo de los míos, sino que presumo de mis no lectores activos. Por ejemplo, los alumnos, que no me leen, pero que están encantados de que su profesor salga en el Diario, y hasta recortan mis artículos para enseñármelos (¡a mí!), aunque leerlos ya sería demasiado ni yo les animo. Me aplico un auto-pin profesoral. Mis hijos tampoco me leen y van por ahí presumiendo de padre escritor, qué inocencia. La señora de la cafetería es una no lectora mía casi perfecta, pero leyó una vez un artículo en el que hablaba de mi vespa y, desde entonces, me pregunta por la moto cada mañana. En su honor (de la vespa y de la señora) he pensado dedicarle unas líneas (a la vespa).
Ha sido cuando la he cogido para ir a misa. Qué gustazo oírla rugir como cuando tenía 16 años y éramos más nuevos; y seguir tumbándonos en las curvas. Es un placer físico, táctil, con todo el cuerpo. Me recreo en ese hedonismo del epicúreo yendo a misa, que se me antoja gracioso y de un leve gamberrismo bidireccional.
Algo me permite concentrarme en estos placeres: el hecho de tener todos los papeles en regla, hasta la ITV, e ir con mi casco y mi carné de conducir en el bolsillo y todos los avíos. "La gestoría ambulante", podríamos llamar a cualquier vehículo con la de documentos que hay que llevar y que caducan y necesitan renovación. La paz burocrática me permite fijarme en los hombres que van paseando en la calle. De un tiempo a esta parte, desde que somos ciudadanos de segunda y presuntos culpables, me ha entrado una solidaridad difusa por los de mi sexo. Veo a un señor mayor llevando bolsas de la compra o a un padre con su hijo al hombro o a un jovencito corriendo para no llegar tarde a una cita, y me emociono un poco.
Lo cortés no quita lo valiente, y observo también a las señoras, en plan paritario. Con la vespa y el casco me sucede una cosa maravillosa. Las más jóvenes me miran, pensando que tal vez soy uno de los suyos. Es una milésima de segundo, claro; pero hacía años que yo había olvidado esa mirada.
Llegaré a casa y volveré a ser un cincuentón fondón con un montón de trabajo pendiente. Pero un poco antes encuentro a un amigo y, por el gusto del frenazo, me paro en seco a saludarlo. "¿No tienes frío en moto por ahí en pleno enero?", me pregunta. "En absoluto", exulto.
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