La Gloria de San Agustín
Rafalete ·
El frío de fuera
reloj de sol
POR muy grande que seas, siempre necesitas alguien que te pueda abrazar, que pueda contenerte en ese abrazo. Quizá lo hemos pensado, cada uno a su manera, al contemplar la foto de Gasol abrazando a Nadal. Dos buenos amigos, dos tipos punteros, dos iconos vivientes del deporte español que han vestido de ética el hecho atlético, con las connotaciones más profundas de la sustancia humana. No es cuestión de establecer paralelismos entre la situación privilegiada de cualquiera de estos dos deportistas y la del común de los mortales: está claro que tanto Gasol como Nadal no tendrán problemas cada fin de mes, no se preocuparán por el estado de su empresa, los posibles recortes, los despidos, los ERE regulares o no tanto, las reestructuraciones y cualquier reforma laboral. No les afecta, esto está claro. Pero sí participan de constantes que también son comunes al resto de nosotros: la lucha y el esfuerzo, la crítica, el fracaso, el brillo momentáneo del triunfo y su mutilación al día siguiente, cuando ya no se escucha el eco más tullido del aplauso y brota, sin embargo, el acicalamiento de la envidia, su cortina.
Quizá ha sido el Roland Garros más significativo para Rafa Nadal. Había que verlo soltando la raqueta, levantándose de la tierra batida de París y saltando a la grada igual que una pantera, para abrazarse a los suyos: su familia, su tío, que sigue siendo aún su entrenador, y también Pau Gasol, el otro gran deportista español de todos los tiempos, que no viene de ganarlo todo, precisamente, esta temporada con los Lakers, pero que ya ha llegado más lejos, muchísimo más lejos, que cualquier otro baloncestista nuestro, en la época en que los españoles van a la NBA casi con total normalidad y la sombra vivida de Fernando Martín, con su leyenda trágica vibrante, ha sido superada por la solidez pétrea de una generación que nos ha hecho soñar, con Gasol y Navarro, y también muchos otros, que nuestro aro era cada vez más grande y el contrario pequeño.
Rafa Nadal es un hombre de casi metro noventa, con unos bíceps de acero, como muestran mucho las portadas de los diarios. Es un tipo fornido que sabe sufrir. Que aguanta cinco horas y nunca da ni un punto por perdido. Pero de pronto se abraza a su amigo Pau Gasol, que pasa de los dos metros quince, y parece de pronto muy pequeño, se refugia en Gasol, en su abrazo gigante. Ellos viven su mundo y nosotros tratamos de sacar la cabeza en el nuestro. Pero cómo serían algunas mañanas, qué decaimiento tendríamos si no viéramos a Nadal levantando una copa en las portadas, a Gasol abrazándolo. El abrazo de Pau, su amistad con Nadal: dos hombres y un destino en la mejor película visible. Aún queda partido para todos.
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