La Gloria de San Agustín
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Amuchos andaluces, al margen de su ideario político y destino de sus votos, les ha dolido que el tristísimo episodio de los ERE haya tenido lugar precisamente en Andalucía. Porque venía a confirmarse así la incapacidad de estas tierras para escapar a un maleficio caciquil que, con una u otra cara, lleva casi dos siglos, determinando la vida de muchos de sus pueblos. Han cambiado las técnicas clientelistas, el tipo de trapicheo, y al señorito lo ha sustituido el partido político, pero se ha mantenido la misma falta de pudor a la hora de buscar corruptelas para afianzarse en el poder. Andalucía, según lo sucedido, parece, pues, abonada a desempeñar siempre ese descarado papel que ya describieron tantas novelas del siglo XIX. Como esta vez el implicado, en tales manejos, era un partido socialista, cabía esperar que, en algún momento, surgiera, desde dentro, un ejercicio de reflexión y autocrítica. Asumir culpas quizás ya hubiera sido demasiado, pero cuando menos admitir, con humildad, una cierta censura interna, en lugar de un arrogante silencio institucional. Eso hubiera evitado que la mayor condena simbólica recayera de manera genérica y global sobre una comunidad que, por aquellos años, empezaba a despegar y a desprenderse de atrasos, estereotipos y viejos prejuicios. Y este daño, el causado a la imagen pública de Andalucía, es de difícil reparación, porque exige un desagravio moral ante la reputación perdida, que no puede aliviar ni sentencias, ni condenas ni absoluciones. Ya que, al margen de lo que digan los dictámenes jurídicos, los andaluces saben que, unos por acción, otros por omisión, una nueva cara del caciquismo se enmascaró cínicamente tras los ERE. Por eso, porque cabía esperar otra clase de explicaciones no han podido ser más desafortunadas las recientes palabras de Manuel Chaves. Un nuevo gesto de displicencia, con su previsible reparto de acusaciones, señalando solo, como culpable, a un enemigo exterior. Una nueva ocasión perdida, que no aporta reparación alguna. Todo lo contrario. Y, sobre todo, y esto es lo más grave: denunciar tales cosas, a estas alturas, supone confiar en que los andaluces aún pueden admitirlas y creérselas. Que es tanto como pensar que la opinión de los andaluces permanece todavía en un degradado estadio de infantilismo. Evitando así, considerarlos adultos y eludiendo pronunciarse sobre aquello que a los andaluces les gustaría, por fin, escuchar: una autocrítica, bien reflexionada. Es decir, que incluyera una reparación ética, aunque solo sea verbal.
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