Tribuna de opinión
Juan Luis Selma
Todo, por un Niño que nos ha nacido
Humanidades de la medicina
Todos los veranos somos partícipes y testigos de las olas de calor. ¿Pero hasta qué punto es perjudicial para la salud? El calor extremo es peligroso, y el cambio climático hará que cada vez haya más zonas afectadas o propensas a él. A veces este aumento calorífico, además de dañar, puede matar tanto a personas como a animales. Oímos hablar de las olas de calor cuando llega la época estival, con el inconveniente de no saber si entra dentro del panorama normal climatológico o es debido al aumento de emisiones de gases de efecto invernadero, hasta abocar en el estado de emergencia climática global en el que nos encontramos.
Está demostrado que el calor, o mejor dicho las olas de calor, pueden afectar a la salud de las personas vulnerables. Según la Organización Mundial de la Salud, los golpes de calor son una de las primeras causas de mortalidad y morbilidad, con el agravante de incidir sobre enfermedades crónicas como la diabetes, el asma, los trastornos mentales (desde estados afectivos alterados, hasta un aumento de las hospitalizaciones relacionadas y suicidio) y las enfermedades cardiovasculares, entre otras, sin olvidar los accidentes laborales y/o comunes y enfermedades infecciosas. Debemos considerarlas emergencias médicas con una elevada tasa de mortalidad.
Ante una ola de calor, el cuerpo humano reacciona poniendo en marcha una serie de mecanismos fisiológicos para mantener la homeostasis, siendo la sudoración el sistema prínceps, que ayuda a disipar el calor; después entramos en un mecanismo de vasodilatación a nivel sobre todo de los vasos de la piel, mediada por el sistema nervioso autónomo y una hormona, la histamina; pronto se acelera la respiración para igualmente eliminar el máximo calor posible en el aire exhalado; desde el punto de vista hormonal y con el intento de mantener el medio interno, aparece en escena la aldosterona, que se encargará de mantener el equilibrio electrolítico. Pero esto no para aquí, porque el corazón ayuda aumentando el gasto cardiaco para llevar más sangre a la piel y continuar disipando calor. Todos estos mecanismos pueden llevarnos a la deshidratación con afectación del cerebro y alteración de las funciones cognitivas. El calor actúa como estresante, desencadenando actitudes violentas.
El estrés térmico se produce cuando el calor absorbido del medio ambiente supera la capacidad del cuerpo para disiparlo. Aún no sabemos si el aumento de la exposición al calor podría afectar la salud endocrina. Lo que sí podemos afirmar es que ciertos trastornos hormonales pueden modificar la capacidad del cuerpo de respuesta al estrés para regular la temperatura. En la etapa aguda de exposición al calor o al frío, los procesos neuronales y neuroendocrinos actúan sinérgicamente para mantener el medio interno, siendo el sistema nervioso el encargado de la integración de estos ajustes.
Al mismo tiempo, aparecen una serie de impulsos conductuales que nos hacen frenar la actividad física, buscar sombra, beber agua y retirar ropa. La exposición repetida al calor puede llegar a una tolerancia mayor con más eficiencia en la sudoración y en la redistribución del flujo sanguíneo. Recordemos que el golpe de calor es una emergencia médica, y por muy bien que nos creamos preparados para soportar el calor extremo, es una imprudencia grave realizar ejercicios físicos al aire libre con temperaturas extremas.
Cuando fallan los mecanismos fisiológicos para combatir el calor, entramos en el detrimento de mantener la termorregulación, aumento excesivo de la temperatura corporal, daño a órganos internos, como el cerebro, riñón, corazón e hígado. A una persona que sufre un golpe de calor le es imposible ayudarse a sí misma. Luego reconocer un golpe de calor en plena calle y actuar llamando a emergencias y protegiendo al afectado, es la diferencia entre la vida y la muerte. Se estima que entre 2030 y 2050 se producirán unas 250.000 muertes al año, como resultado directo del cambio climático. Además, habría cambios en la producción agrícola por las alteraciones de los ciclos hidrológicos e incremento de los incendios forestales, con desastres naturales como el aumento del nivel del mar, inundaciones, huracanes, etcétera.
Para entender el cambio climático, hemos de estudiar los climas pasados (paleoclimatología) basado en datos indirectos, que nos proporcionan una perspectiva temporal más larga que la del registro instrumental moderno. Para comprender el presente y futuro del clima, hemos de conocer las causas del cambio en el pasado, con los rastros de los datos observados en la naturaleza, que constituirían los registros indirectos, por ejemplo, el crecimiento y el diámetro de los anillos de los árboles caídos (dendrocronología) para aproximarnos a saber la temperatura general o pluviosidad que se produjo cuando el árbol sobrevivía. Igualmente son útiles los estudios de los fósiles marinos y el estudio del hielo para analizar sustancias atrapadas en él. Y estamos de acuerdo que el clima de la tierra está en permanente cambio, y que el ser conocedores de los factores que favorecen la variación climática nos ayudará a tener conciencia para minimizar el efecto invernadero.
En el estudio de los climas antiguos, observamos que los cambios acontecidos durante los últimos 150 años (desde el comienzo de la Revolución Industrial) no se pueden explicar por fenómenos naturales debido a su excepcionalidad. Desde que Joseph Fourier, consejero científico de Napoleón, en 1824 concluyó que, dada la distancia de la Tierra al Sol, nuestro planeta debería ser más frío de lo que era, y especuló que la actividad humana podría afectar al clima de la Tierra, no han dejado de emitirse teorías con respecto al cambio climático. Las antiguas civilizaciones mediterráneas sufrieron un periodo especialmente cálido durante la época romana, conocido como Óptimo Climático Romano (del siglo III a.C. al año 400). Después hubo una tendencia al enfriamiento, alcanzando valores mínimos, en todo el Mediterráneo.
En este contexto, no podemos olvidar que existió un periodo cálido medieval en Europa, que duró desde el siglo X hasta el siglo XIV, momento en que se inició lo que dio en llamarse la Pequeña Edad del Hielo, que abarcó desde el siglo XIV al XIX. El informe del IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático) en 2001 resume diciendo: “(…) la evidencia actual no apoya períodos globalmente sincronizados de frío anómalo o calor moderado, y los términos Pequeña Edad de Hielo y Óptimo Climático Medieval parecen tener una limitada utilidad (…)”.
Según informe de junio de 2024, la Organización Meteorológica Mundial informó que existe un 47% de probabilidades de que la temperatura media mundial durante todo el quinquenio 2024-2028 supere en 1,5 °C al de la era preindustrial. Los líderes mundiales se comprometieron en el Acuerdo de París (2016) a mantener la temperatura media mundial por debajo del umbral de los 2°C, sabiendo que la diferencia entre 1,5° y 2° podría determinar la supervivencia de algunas comunidades costeras.
Según los investigadores del World Weather Attribution, la ola de calor reciente en el Mediterráneo no habría ocurrido sin la conversión climática promovida por el hombre (antropogénica). Grecia, Italia, España, Portugal, Francia y Marruecos experimentaron un calor extremo en julio de 2024, que causó al menos 23 muertes, pero se supone que son más porque no existe un registro eficiente de las muertes relacionadas con el calor, que, además, están subestimadas. El mes de julio de 2024 ha sido uno de los meses más calurosos que recordamos, según datos preliminares del Servicio de Cambio Climático de Copernicus.
Advertimos, pues, que el cambio climático afecta a nuestras vidas, a nuestro comportamiento, a nuestro aprendizaje, por lo que todos estamos llamados a colaborar en lo posible a frenar el calentamiento global.
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