‘Charlie Hebdo’, diez años

Gafas de cerca

07 de enero 2025 - 03:06

Suelo recordar un artículo de Manuel Barea aquí. Con el descreimiento de su magnífica prosa, venía a decir que, desde “provincias”, quien opinaba podía poner verde a, por ejemplo, el entonces emergente Donald Trump: la periferia otorgaba cierta protección e invisibilidad. Digo otorgaba, en pasado, porque cualquier cosa que pocos años más tarde se escriba en cualquier medio es objeto de perfecto almacenamiento y proceso por parte de los grandes hermanos informáticos de nuestra era, cuyos ojos son omnipresentes y, ay Dios, omnipotentes. Por eso, opinar sobre el islamismo criminal es un afán ante el que uno debe apretarse los machos.

Hoy hace diez años que dos jóvenes franceses de origen argelino masacraron la redacción parisina de Charlie Hebdo, una revista satírica e iconoclasta que arreaba a diestro y siniestro, con mayor o menor gusto y respeto por las creencias ajenas: se llama libertad de expresión. Aquellos doce muertos simbolizan el riesgo de reírse del fanatismo. Hay un antes y un después del horrendo suceso: hemos pasado del “Je suis Charlie” (“Yo soy Charlie”) al pánico en los medios ante el islamismo nihilista. Previamente, en 2004, el cineasta Theo Van Gogh, sobrino-nieto del pintor, fue apuñalado con tremenda saña y hasta la muerte por un holandés-marroquí tras emitirse en la televisión pública holandesa su cortometraje Sumisión, en el que se narraban las vejaciones que sufren las mujeres en nombre del Corán.

Hace unos días, en un programa navideño de la televisión pública española, una periodista (supongo que lo es, qué más da) de nombre Lalachus hizo burla de un símbolo cristiano, el Corazón de Jesús. Es libertad de expresión: el desprecio a las creencias cristianas puede serlo. Fernando Savater la puso verde; Maruja Torres llamó machista al filósofo: España. Con la misma falta de respeto que exhibió Lalachus, se la ha insultado a ella por razones tan peregrinas como que es gorda. Queda por explicar por qué la izquierda española –antihebrea y proárabe de condición; como Franco, pero en otra onda– nunca aplica las naturales exigencias feministas a su orientalismo indulgente y acrítico con la desigualdad de derechos que ostentan las teocracias. A pesar de aquellos crímenes de París, o quizá por ellos, sigue siendo mucho más seguro cachondearse del cristianismo que del desacomplejado machismo musulmán. Un rasgo patrio que va más allá de la hipocresía. Con estas fidelidades ideológicas, es difícil declararse progresista en esta tierra de conejos de secarral y duelos a garrotazos.

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