Quizás
Mikel Lejarza
Toulouse
la tribuna
SIEMPRE que en la historia de la humanidad surge una importante innovación tecnológica se desencadenan profundos cambios culturales y nuevas relaciones entre las instituciones y la ciudadanía, entre el poder político y su propia base de sustentación y legitimación. En el ámbito de la comunicación sucedió con la aparición de la imprenta, después con la difusión masiva de la radio y la televisión y más recientemente con la creación de internet.
La aparición del ciberespacio supone un desafío para las formas convencionales de hacer política. De momento no hay signos evidentes de que esta forma de comunicación ponga en cuestión la propia existencia de los partidos, aunque no sea posible negar un proceso de debilitamiento de estas instancias participativas. No parece que el "gobierno electrónico" esté a la vuelta de la esquina, aunque no sea imposible imaginar un candidato digital, al margen de las estructuras rígidas de los partidos políticos.
La campaña electoral de 2008 llevada a cabo por Obama demostró la compatibilidad de internet con los elementos tradicionales de la comunicación política. La incorporación de una estrategia tecnológica a la estructura tradicional de la campaña permitió involucrar masivamente a los electores y supuso el triunfo de las nuevas formas participativas frente al modo tradicional de hacer política. Un dato basta para evidenciarlo: de los casi 70 millones de electores que dieron el triunfo a Obama, uno de cada cinco participaron directamente a través de la red.
El ocaso de la política analógica lo representa el declive de la televisión. Por primera vez en los últimos 50 años, el medio audiovisual por excelencia está dejando de ser el primer elemento de intermediación entre gobernantes y gobernados, muy particularmente entre los jóvenes. En pocas décadas estamos transitando desde la "teledemocracia" a la "ciberdemocracia". Y puede que en un día no muy lejano nos instalemos en una democracia plebiscitaria permanente participada desde el propio domicilio.
Ahora bien, la traslación de estas sofisticadas tecnologías al proceso político de toma de decisiones debe ser recepcionada críticamente. Su implantación debe realizarse con las debidas cautelas, so pena de convertir lo que son válidos elementos instrumentales en mediatizaciones y condicionamientos que terminen por subvertir principios capitales del sistema constitucional de gobierno y el orden de valores ínsito a toda democracia política.
Por ello, hay que ser abierto, pero prudente, con la penetración de la cibernética en el proceso de creación y fortalecimiento de la libertad política y en el despliegue práctico del derecho fundamental a la participación ciudadana. Máxime si de lo que se trata es de salvaguardar las garantías que deben rodear a la emisión del sufragio como elemento culminante del momento de la participación, pues la preservación de la libre voluntad del cuerpo electoral es el problema central de la democracia política.
Conviene no perder de vista que, por cuanto la democracia es un régimen de opinión pública, el intercambio libre de libres opiniones debe desenvolverse en el espacio de lo público. Y no es posible desconocer que el voto cibernético, llevado hasta sus últimas consecuencias, puede terminar devorando el sentido colectivo de pueblo y de comunidad política a la vez que termina destruyendo, cuando no privatizando, el régimen de opinión pública como espacio de debate y discusión política.
De no observarse las debidas cautelas, bien podría suceder que la ciberdemocracia, cotidianamente ejercida por los gobernantes y asumida por los electores, fuera la tumba de la democracia representativa tal como la venimos conociendo desde la Revolución Francesa hasta nuestros días. Y porque el invento ya existe y la tentación tecnocrática también, conviene precaverse contra lo que no dejaría de ser una gran ironía del destino; justamente aquélla que consiste en que en la confrontación histórica entre democracia directa y democracia representativa, entre Rousseau, por un lado, y Montesquieu y Sièyes por otro, terminara imponiéndose la tesis del primero a la de los segundos por virtud de la innovación tecnológica. Ella permitiría que cada ciudadano fuese consultado por el gobernante para la toma de decisiones diarias: dónde ubicar un hospital o por dónde trazar una carretera, si debe implantarse la pena de muerte o declarar la guerra, son consultas posibles de evacuar de manera inmediata con sólo instalar una terminal de ordenador en todos los domicilios.
De esta manera, la democracia plebiscitaria, domésticamente ejercitada a través de un terminal de ordenador, bien podría tener la tentación de prescindir de la relación representativa que debe existir entre el consultado y el consultante, entre el elector habilitante y el ejecutivo habilitado, convertido en un mero gestor. En semejante situación no se acierta a adivinar qué papel jugaría el Parlamento ni el ejercicio de la actividad política en el sentido noble del término; tampoco se despeja en qué marco se desenvolvería la función componedora de intereses, el principio de publicidad parlamentaria, la presencia de las minorías en el procedimiento, la explicitación, en suma, del valor superior del pluralismo político. Todo ello no son retóricas cuestiones que constituyan enigmas gratuitos, sino preguntas imprescindibles pendientes de contestación.
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