Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
Gafas de cerca
Expertos en cine tiene esta casa, que me podrán corregir, pero según he bicheado, Tiburón llegó a España el mismo año en que se estrenó en Estados Unidos, 1975. Algo sorprendente, porque, como sucedía con singles y LP –hoy, vinilos–, transcurría bastante tiempo antes de poder disfrutar de discos de pop y rock y de películas extranjeras aquí, y no digamos en provincias. En el caso de Rota, la base militar americana hacía que tal desfase periférico desapareciera, y que Jethro Tull, Jimi Hendrix o Led Zeppelin llegaran a las manos y los tocadiscos de sus habitantes con inmediatez, tras haberlos escuchado, con pasmo, atronar en las casas de los soldados yanquis, que aún muchos eran rubitos y vivían en el pueblo. Cuando vi la película de Spielberg, estaría nuestro país en pleno arranque de la Transición democrática tras la muerte de Franco; tendría unos trece o catorce años. Una edad propensa al asombro, y al fantaseo de la pandilla sobre la arena seca.
Por Tiburón, los veraneos de playa cambiaron en algo sustancial, el baño. Como se dice de la camisa al cuello, no nos llegaba el Meyba a la cintura. Con callado canguelo, los chapuzones se retranqueaban hacia la orilla, y muchos dejamos de nadar hasta las boyas y balizas, e incluso evitábamos dejar de “hacer pie”. El ataque de un terrorífico escualo se hizo fuerte en nuestra cabeza irracional y poderosamente. Aunque, más allá del inofensivo marrajo o del cazón condenado al adobo, nadie había avistado un verdadero tiburón asesino en el litoral ibérico. La descomunal película ambientada en la inexistente Amity Island nos había dejado trabados para siempre.
Casi medio siglo después, en el océano de la red es notoria la inflación de vídeos de tiburones rondando las riberas, las calas y hasta los rompeolas. Si no todos, muchos de esos testimonios son más falsos que un billete de tres euros. No descarten que acabemos viendo tomas de una orca –depredador letal, también de actualidad– acechando, hambrienta, a humanos desavisados bajo el Puente Romano de Córdoba. Una película (En las profundidades del Sena) le ha cogido la vez al Guadalquivir: “Urge evitar que el río parisino se tiña de rojo sangre”. Quizá la alcaldesa de París sintió escalofríos y malestar intestinal al nadar en sus aguas para, de cara a los Juegos Olímpicos que ahora empiezan, demostrar al mundo y a remeros y piragüistas que su caudal pardusco merece una “bandera azul” de la Unión Europea, y la confianza planetaria.
“Tiburón a la vista, bañista”, decía una canción verbenera, “ayayayay, que te come el tiburón” (el de internet).
También te puede interesar
Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
La ciudad y los días
Carlos Colón
Siempre nos quedará París
Paisaje urbano
Eduardo Osborne
Memoria de Auschwitz
La colmena
Magdalena Trillo
Gracias, Errejón