Creencias

Postrimerías

Por su propia naturaleza la fe, para los creyentes, no necesita ser demostrada, se tiene o surge o se pierde o se recupera, pero no depende de prueba ninguna y en este sentido la llamada teología natural, aunque cultivada por santos doctores como Agustín de Hipona o el Aquinate, es un mero ejercicio del intelecto que no afecta a la vivencia, incontestable para las personas bendecidas por la gracia. Esto es fácil de entender, pero hay gente que no lo entiende –gente poco imaginativa, incapaz de salir de sus marcos mentales– y tampoco pasa nada: somos libres para creer o no creer y en nuestro mundo, marcado por la poderosa impronta del cristianismo, la observancia de sus preceptos no se opone a los valores de las sociedades modernas. No siempre ha sido así, pero hoy no tiene sentido enfrentar, como ocurrió en el pasado, las verdades de la ciencia a las verdades reveladas, pues cualquiera puede ver que unas y otras se sitúan en planos distintos. Sin olvidar a los practicantes de otros credos, en nuestras sociedades los cristianos conviven con ateos, agnósticos e indiferentes, a veces receptivos al legado cultural de la religión, a veces refractarios o beligerantes, como lo son los creyentes abonados a la facción integrista. Los católicos, en nuestro caso, tienen perfecto derecho para intervenir como tales en la vida pública, pero no pueden pretender que el resto de la comunidad –ni las leyes, mientras no estén dictadas por una voluntad mayoritaria– asuma sus presupuestos morales, que pueden defender libremente desde los púlpitos, los puestos de representación política o las tribunas en los medios. E igual los que se empeñan en demonizar todo lo que tenga que ver con la Iglesia, haciendo gala de un anticlericalismo que si atendemos a la influencia real de sus ministros sólo puede calificarse de trasnochado. Los añejos comecuras suelen exhibir su escepticismo –tienen algo cómico las grandilocuentes proclamas de descreimiento– o dar rienda suelta a sus burlas sin que los fieles no enardecidos les hagan demasiado caso. En aras de la libertad de expresión, no pensamos que ni ellos ni los ultramontanos deban ser perseguidos por delitos específicos, aunque a menudo caigan en el mal gusto y la ofensa gratuita. A despecho de los radicales, la estruendosa batalla cultural no es algo que atraiga a quienes tienen formas más recogidas de vivir la fe o a los defensores de un laicismo razonable, que respetan los símbolos y las prácticas confesionales en un Estado secularizado. Lo llamarán relativismo, pero su nombre es tolerancia, el mejor antídoto frente a los fanáticos que no pueden aceptar otras creencias que las propias.

stats