Cronos y Kairós

Su propio afán

La procesión es premiosa. Lo saben los que la esperan y lo esperan los que salen. Empieza mucho antes de que se abran las puertas de la iglesia, y allí dentro, mientras nos organizan, todavía hace más calor. Es el calentamiento. Luego, la estación de penitencia durará –en forma de agujetas y tirones– más allá de que se cierren las puertas de la iglesia. Los jóvenes no sufren esa penitencia, vale, pero sí la nostalgia, más. Tras siete horas en la calle, el acólito que nos encendía concienzudamente las velas contra el viento me confesó que estaba triste porque ya se acababa. Lo suyo era el ardor inextinguible.

Lo del tiempo, que pesa más que pasa, ha de ser así, porque la oración se cuece a fuego lento. Como en el rosario. Mientras tanto, el público impresiona y transmite al penitente que los ve mirar una vívida sensación de comunidad, cada uno de su padre y de su madre, pero rezando a la Madre que los hermana. En un rapto de optimismo, pienso en un artículo titulado No vais a poder dedicado a los anticristianos, sobre la hondura de nuestras raíces católicas. Citaría, por supuesto, la saeta de la Niña de la Alfalfa cuando en 1932 prohibieron las procesiones, pero la Virgen de la Estrella salió: “Han dicho en el banco azul,/ que España ya no es cristiana;/ aunque sea republicana,/ aquí quien manda eres tú,/ Estrella de la mañana”. Y citaría a la niña que anoche me pedía cera con la ilusión que ponen las criaturas en eso, pero que, cuando vio aparecer a la Virgen, se olvidó de la cera, y suspiró: “¡Qué guapa!”. Evelyn Waugh, en su trilogía Espada de honor, sostiene que “los juicios cuantitativos no importan”. Basta que un alma se acerque a Dios, una, para que todo, el tiempo impasible, la plata, las flores, las bandas, el incienso, todo, tenga sentido.

Otros niños esperaban alrededor de mi cirio, como en un cuadro de Georges de La Tour. Les dije: “Mirad bien la llama, qué belleza, parece un diamante que baila”. Dijeron: “Oh” y ya ni pidieron cera. No eran los únicos conmovidos por la belleza diminuta. Yo recordé a Quevedo al ver la llamita agitarse sobre el mar dorado de la cera derretida: “Nadar sabe mi llama…”, ya sea la agua fría de la muerte, ya la encendida de la fe.

Y, de pronto, la llama prende por dentro (¿la mecha de una emoción, de una música, de un recuerdo?) y soy el que reza. El alma que conmover era la propia. Si ha llevado su tiempo, ha dejado de importar.

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