
La Gloria de San Agustín
Rafalete ·
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Tribuna
Siempre he entendido que un cuerpo al que se le escapa el alma es un cadáver. También, un sinónimo de mala persona es desalmado. Si olvidamos que tenemos una dimensión espiritual, que somos cuerpo y alma, dejamos de ser humanos. Siendo así, el empeño por borrar toda huella y vestigio de espiritualidad es peligroso. Lo mismo les sucede a las naciones, a Europa, sin alma: principios, ética, moral y religión, se convierten en cementerios; desaparecen la vida y las ganas de vivir; son pudrideros. ¿De qué le sirve a Europa rearmarse, si nadie va a usar las armas?
San Juan Pablo II, con aquella viveza que le caracterizaba, se dirigía a Europa desde Santiago de Compostela: “Yo, obispo de Roma y pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Nuestro mayor enemigo no es Rusia, ni China, ni el mundo entero; somos nosotros, cuando olvidamos quiénes somos, cuando perdemos el alma, el espíritu, cuando nos tornamos unos desalmados. "¿De qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?" Por mucho que cuidemos el cuerpo, ¡y vaya si lo cuidamos!, por bellos que seamos por fuera, sin alma, somos un ninot; como se dice en mi tierra, que solo sirve para alimentar el fuego. Es momento de volver a espiritualizarse.
Estoy leyendo el libro Espiritualizarse, de Gonzalo Rodríguez y Rafael Domingo; en él se afirma: “Al olvidarse la sociedad de Dios y del alma, el ser humano se ha desespiritualizado y empequeñecido, y ha quedado reducido a pura materia. Al situarnos en la materia, nos hemos esforzado en perfeccionarla, lo que de por sí tiene ya gran valor, pero hemos descuidado la conveniencia de trascenderla. Hemos mejorado y limpiado nuestra cárcel egoica, pero no hemos sido capaces de salir de ella. Solo un cuerpo trascendido permite al alma tomar las llaves de la celda y abrirnos las puertas de la libertad que caracteriza al espíritu”.
Nos relata el Evangelio la Transfiguración del Señor en el monte Tabor: “Y al despertar, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban a su lado. Cuando éstos se apartaron de él, le dijo Pedro a Jesús: —Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías —pero no sabía lo que decía. Mientras así hablaba, se formó una nube y los cubrió con su sombra. Al entrar ellos en la nube, se atemorizaron. Y se oyó una voz desde la nube que decía: —Éste es mi Hijo, el elegido: escuchadle”. Siempre pasa que, cuando nos acercamos a Dios, nos encontramos bien, estamos a gusto: es como si resucitáramos.
¿Cómo cuidar el alma? ¿Qué rutinas hay que seguir en el fitness del espíritu para sacar músculo espiritual, para tener un alma cien? Esto es muy importante; es el alma, sus potencias (memoria, entendimiento y voluntad) las que pueden hacernos libres, capacitarnos para amar, hacer que seamos perdurables. La carne se seca, se descompone, pasa. El espíritu permanece. No somos animalitos listos, con suerte. Somos humanos, seres que pueden disponer de sí mismos, que pueden orientar su existencia. Sujetos que saben y eligen: deciden y, por lo tanto, son responsables de sus acciones. Pueden darse a sí mismos en aquello que hacen, sin vaciarse ni perderse; es más, dándose, gana.
El alma nos hace capaces de Dios. En nuestras relaciones libres, podemos amar de verdad, a lo divino. Podemos trascendernos a nosotros mismos, no dependemos de las ataduras del cuerpo, del influjo de los otros, de la llamada del instinto. Podemos extasiarnos ante lo bello. Ser auténticos, dejarnos poseer por la verdad. ¡Vamos, somos la pera! ¡Qué pena vivir como cuerpos sin alma, vacíos!
La primera rutina para fortalecer el espíritu es el silencio, el recogimiento. Dedicar tiempo a la reflexión, a la escucha interior. Pensar. Escuchar los gritos del alma, sus susurros. Como en el Evangelio, Jesús sube al monte, a la soledad. Allí conversa con los personajes bíblicos: Moisés y Elías. También podemos conversar nosotros con Él, a través de la lectura meditada del Evangelio.
Dedicar todos los días un tiempo a la soledad. Pararnos, apagar los móviles, escuchar al corazón. Preguntarnos si vamos por dónde queremos ir. Un paso más sería visitar un sagrario, donde está realmente Jesús sacramentado; estar un rato con Él, contarle nuestras cosas con naturalidad, preguntarle, escucharle. Nos quedaremos igual de asombrados como quedó Pedro, y, con él, diremos “qué bien se está aquí”.
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