El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
En tránsito
La gran Simone Weil dejó un aforismo perfecto en sus cuadernos de La gravedad y la gracia: “Método de investigación: en cuanto se ha pensado algo, hay que buscar en qué sentido lo contrario es verdad”. He aquí el método de razonamiento que parece haber desaparecido por completo de nuestro desdichado país. Pensemos en las inundaciones de Valencia, por ejemplo. Sabemos que la catástrofe alcanzó una virulencia inusitada que sobrepasaba todo lo imaginable, de modo que ningún gobierno, fuera el que fuese, podría haber actuado con todas las garantías necesarias para impedir la tragedia. Pero estamos hablando de ese cataclismo como si fuera un aburrido debate en un sesteante parlamento regional. Y todo el mundo opina –o mejor dicho, todos opinamos– como si fuéramos capaces de determinar con exactitud qué cosas habría que haber hecho y qué decisiones se deberían haber tomado. No somos capaces ni de leer la carta de un restaurante con el código QR, pero ahora todos somos expertos en ingeniería hidráulica y en meteorología y en logística de emergencias y en epidemiología y de mantenimiento de cauces hídricos. Vaya por Dios, qué listos somos. Y qué seguros estamos de todo.
Creo que sólo hay una cosa que haya quedado clara de la tragedia de Valencia (aparte de la terrible desgracia humana, por supuesto): y es que vivimos en un Estado elefantiásico y carísimo pero endiabladamente mal concebido y mal gestionado. De hecho, uno hasta piensa que la laberíntica maquinaria administrativa de la España de los Austrias era más ágil que nuestro actual Estado autonómico. Hasta ahora hemos ido trampeando como hemos podido, sin que los ciudadanos percibiéramos las fallas estructurales del sistema (o como si prefiriéramos no verlas), pero una hecatombe como ésta nos ha demostrado que el Estado de las Autonomías debe reformarse de arriba abajo. Un diluvio como el de Valencia no puede dejarse en manos de un politiquillo local que apenas tiene recursos. Y debe haber una legislación clara que delimite las competencias y que asegure los mecanismos de repuesta inmediata ante estas catástrofes.
Por supuesto, no se hará nada de nada (si creen que se va a cambiar algo, pueden esperar sentados). Y la cólera y la rabia y la frustración irán creciendo y creciendo. ¿Hasta dónde? ¿Y con qué consecuencias? Eso ya no lo sabemos.
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