Por montera
Mariló Montero
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El mundo de ayer
Cuando los dos curtidos espeléologos se perdieron entre profundas y estrechas galerías, sabían lo que debían hacer: mantener la temperatura corporal, no perder los nervios y esperar. Y sabían lo que hacían no sólo porque conocieran los protocolos de seguridad. Sabían también que, en algún momento, cuando su extravío llegara a oídos del mundo, alguien iría a rescatarlos.
Por muy seguros que estuvieran y por más tranquilidad, sincera o fingida, que mostraran ante las cámaras y los curiosos, nada hay más frágil que esta sutil red de cuidados y atenciones sobre la que nuestra sociedad se sostiene. Hay algo en la constitución de nuestra vida en común que, en determinadas y trascendentales ocasiones, nos obliga a preocuparnos por la vida de absolutos desconocidos. De hecho, si no estamos aquejados de algún desorden emocional, no parece haber otra alternativa que procurar su salvación.
Es evidente que podemos vivir, y en efecto vivimos, rodeados de dolores y muertes que nos son ajenos y que, en el fondo, ni siquiera son nada para nosotros, porque no sabemos de ellos. La línea que separa el bien del mal, como escribiera Solzhenitsyn, no transcurre por fronteras geográficas, sociales o ideológicas, sino por cada corazón humano. Y por eso cada hijo de vecino puede ser nuestro amigo o nuestra condena, y por eso también vivimos rodeados de miles de realidades y luchas que se despliegan fuera de nuestra vista y de nuestra sensibilidad. También nuestra realidad es extranjera para casi todos.
En Estados Unidos estrenaron hace poco una serie, Jury Duty, una especie de show de Truman judicial, en la que un desconocido es seleccionado como miembro de un jurado en el que todos –el jurado, el juez, la acusación y la defensa, la alguacil, los testigos– son actores. Este desconocido, Ronald Gladden, es un tipo normal, con gustos normales, estética normal, conversación normal. Y es un buen hombre que no duda en proteger, perdonar o liderar cuando la situación lo exige, con una envidiable brújula moral que nunca falla.
Esta suerte de James Stewart acaba siendo el protagonista de un juicio paralelo, el experimento sociológico al que lo ha sometido el equipo del programa, y sus actos, que él no era consciente de que nadie estuviera registrando, hablan por él mejor que cualquier prueba. Todo lo que hizo lo hizo porque debía hacerlo. Igual que todos nosotros mantenemos las puertas del ascensor abiertas para que entre un desconocido, o avisamos a un desconocido de que se ha dejado el abrigo en la silla, o le preguntamos a un desconocido cómo se llama su perro, e intercambiamos unas palabras amables antes de no volver a vernos. Porque es lo que sabemos hacer.
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