Brindis al sol
Alberto González Troyano
Los otros catalanes
Monticello
Apropósito de una discusión sobre el genio, comentaba lúcidamente hace unos días, el pintor Ricardo Cadenas, cómo es algo característico del gusto meridional rendir culto a ciertas existencias artísticas sublimes pero marcadas por un estado de imperfección, falta de plenitud o de pendencia. Valgan así, entre otros ejemplos, y más allá de las diferencias, los de Rafael de Paula o Curro, el de Silvio o el de El Torta. Apóstoles, podríamos decir, de una conmovedora fragilidad. Las tesis que pudieran explicar este hecho son variadas. El escritor Fernando González Viñas, devoto de esta cofradía, me dijo una vez que la clave está en un sentimiento interior que te dice, cuando no llega el momento que tú esperas, “no ha sido hoy pero, como se ponga, verás”. El partidario, por lo tanto, disfrutaría como testigo de un equilibrio particular entre su sentido del deseo y su sentido de la realidad. Lo importante no es que pase, sino que pueda pasar lo que deseo que pase y sólo él puede hacer. Se podría también pensar que aquí sólo se concreta, de una forma algo más barroca, la fascinación general del hombre por lo incompleto, por la obra de arte inacabada. Ahora bien, la incompletitud de la obra no es en este caso debida al perfeccionismo extremo, al pudor o a la muerte. No es, digamos, el Requiem de Mozart, El Castillo de Kafka, o El Quijote de Orson Welles. Tampoco es la emoción morbosa que produce contemplar las costuras de una creación inconclusa la que aquí conmueve. Las razones, creo, tienen más que ver con su vicio romántico, la dependencia que presumimos que estos artistas tienen con el intangible de la inspiración y el respeto que nos produce su roce intensísimo con la vida. El estatus cultual de estos creadores, en definitiva, descansa en la creencia de que, en cualquiera de sus circunstancias, tienen algo dentro que siempre merece la espera, aunque no emerja. Una espera que, desde luego, es parodiable. Al expulsar, en nombre de lo inefable, el juicio racional de su propia esfera, la obra de arte, el artista, se expone también a un cómico ocaso en su sentido. Ahora bien, como todo acto de fe, esta expectativa por lo difícil, incluso por lo inverosímil, tiene algo de la fuerza cohesiva de la religión. Tras el “como se ponga verás” del que hablábamos, se esconde la ilusión de una hipótesis. Y su fragilidad, digamos, es tan única en encanto que convoca una hazaña de nuestra imaginación.
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