Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
Cambio de sentido
Tita, ¡yo te quiero!”, dice el mico, comiéndome a besos, y entonces sé que o algo quiere o algo ha roto. Entonces, lo siento en las rodillas y me escucho a mí misma preguntándole: “A ver, pillín, ¿y tú cómo sabes que me quieres?”. No le pido –ni loca– que defina y razone su amor, sino que mire la vivencia del mismo. “Lo sé porque me encanta ir al campo contigo a rodar por los balates” es una respuesta convincente para un individuo de cuatro años y, si me apuran, para uno de 47. Ya se me podría haber ocurrido la preguntita hace años; me hubiera ahorrado bastante tiempo y energía. Y es que el amor, ese cajón de sastre, etiqueta de sucedáneos chungos, esa aspiración vital (¿o más bien social?) de la que todo el mundo hablamos sin saber quizá lo que decimos, es mucho más y mejor que un sentimiento. Jamás lo podrá dar quien no se quiere bien a sí mismo.
Pienso en esto a raíz de la famosa espantá que ahora colma de morbo y juicios las televisiones. También cuando contemplo en las redes, un vídeo detrás de otro, la espectacularización –esto no lo viste venir, Guy Debord– de las ceremonias nupciales: pasodobles caleteros en honor al padrino, suegras desgañitándose por rumbas dedicadas en pleno altar al yerno edípico, la incontinencia coreográfica de los novios que no esperan a llegar al salón y se marcan, por sevillanas, su minuto de fama tiktokera–tú tampoco lo viste venir, Andy Warhol– en el atrio del templo. Tampoco se libran del alarde a su estilo los esponsales de pitiminí. A ver quién es el guapo o guapa que se pregunta por el amor después de haberlo demostrado fieramente ante toda la tribu con audacias tales como el show del novio haciéndose el Cristo portado por una legión de devotos de la barra libre. Mucho mejor sería preguntarse a tiempo, y sobre todo sin daño, cómo diantres sé que “sí, quiero”.
Releo a Pablo d’Ors: “La exaltación del amor romántico en nuestra sociedad ha causado y sigue causando insondables pozos de desdicha. La actual mitificación de la pareja es una perniciosa estupidez. Por supuesto que creo en la posibilidad del amor de pareja, pero estoy convencido de que requiere una extraordinaria e infrecuente madurez”. No hay nada comparable a ver y vivir el amor, así no nos salve, ni falta que hace. Mas no es difícil observar, a poder ser con compasión, cuándo el amor sólo es sinónimo de comodidad afectiva, tibia compañía, aguante mutuo o pavor al hueco que nos habita. No hay mayor espantá que la de huir con otro de una misma.
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