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Rafael Sánchez Saus
Luz sobre la pandemia
Tribuna de opinión
En el Miércoles, Jueves y Viernes Santo, la liturgia de la Iglesia celebraba el rezo de las Horas de un modo muy conmovedor en el Oficio de Tinieblas. Se rezaba al caer la tarde, de modo que concluía inmerso en la oscuridad, preludio de la que acompañó a la muerte del Señor en la Cruz.
La iglesia con las luces apagadas y en medio del coro lucía el tenebrario: un candelabro especial con quince velas, que se iban apagando a lo largo de la ceremonia. Representaban a los 11 apóstoles que permanecieron tras la traición de Judas; las tres marías (María Salomé, María de Cleofás y María Magdalena); y a la Virgen María, cuyo cirio era más destacado que los otros.
A medida que avanza el oficio, solo queda encendida la vela del ápice, la de la Virgen. Finalizaba con el canto del Miserere, acompañado por el estruendo de las carracas y el golpear de los bancos, emulando el terremoto que acompañó la muerte de Cristo: "Jesús, dando de nuevo una fuerte voz, entregó su espíritu. Y en esto el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo y la tierra tembló y las piedras se partieron".
La tiniebla, el poder del mal, la injusticia lo llena todo. Hay momentos en los que tener esperanza cuesta mucho. Humanamente parece imposible. Como dice Lewis en su novela Esa horrible fuerza: “El veneno fue producido en tierras occidentales, pero se ha extendido en todas partes ahora. Por más lejos que vaya siempre encontrará las máquinas, las ciudades atestadas, los tronos vacíos, las falsas escritura, los lechos estériles; hombres enloquecidos por falsas promesas y amargados por miserias reales, adorando obras de acero de sus propias manos, apartados de su madre, la tierra, y del Padre del cielo… La sombra de un ala oscura cubre toda Tellus".
Este viernes hemos dejado a Jesús en el sepulcro. El mal ha vuelto a triunfar. Todo parece indicar que no hay nada que hacer. Así, nos vemos en muchas ocasiones, sin esperanza, sin amor; sumergidos en un profundo pozo oscuro. Pero no todo acaba ahí. La vela prominente del tenebrario, la de María, sigue encendida en un lugar oculto del templo. María espera, la Mater Dolorosa es también la Mater Spei, la Esperanza.
La Vigilia Pascual, la gran vigilia de la Iglesia, comienza con el rito del fuego, de la luz. Se bendice con esta oración: "Oh, Dios, que por medio de tu Hijo has dado a los fieles la claridad de tu luz, santifica este fuego nuevo y concédenos que la celebración de estas fiestas de Pascua encienda en nosotros deseos tan santos que podamos llegar con corazón limpio a las fiestas de la eterna luz. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén".
Luego se canta en el Pregón Pascual, frente al cirio encendido y la iglesia resplandeciente de luz: “¡Qué noche tan dichosa! Solo ella conoció el momento que Cristo resucitó de entre los muertos. Esta es la noche de la que estaba escrito: "Será la noche clara como el día, la noche iluminada por mi gozo". Y así, esta noche santa ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia, doblega a los poderosos”.
¡Hay esperanza! Siempre amanece. La oscuridad es temporal. Esto, que sucede todos los días en la naturaleza, puede trasladarse a nuestra vida, a la humanidad. Dios puede más, su poder se manifiesta sacando del mal bien. Por eso permite el pecado, la maldad, la injusticia, para que resplandezca con más fuerza su amor, el bien. Ha habido, a lo largo de la larga historia del hombre, infinidad de guerras, injusticias, tropelías. Las tinieblas han sido muy densas, intensas, incluso persistentes, como la novena plaga de Egipto, pero siempre hay puntos de luz: "En cambio, los hijos de Israel tenían luz en sus poblados".
Estamos en Pascua de Resurrección, tiempo de luz, de alegría y de esperanza. En el transcurso de la Vigilia Pascual se enciende el Cirio Pascual que es Cristo, de su fuego prendemos nuestro cirio que nos recuerda que también nosotros somos luz de Cristo. Lo seremos con nuestra lucha para vencer y superar nuestros desánimos, con la alegría de recomenzar cada vez que sea menester. Con el ofrecimiento del perdón a los que nos ofenden.
Que vean los nuestros que, junto a nuestras miserias y pecados, está el tesón de levantarnos una y otra vez. Que no nos rendimos, que queremos ser mejores. Que no damos pábulo al desaliento. Que no nos refugiamos en las tinieblas, que no falseamos nuestra vida, que no pactamos con la mentira, el error y el pecado.
Terminamos con esta consideración de san Josemaría: "El día del triunfo del Señor, de su Resurrección, es definitivo. ¿Dónde están los soldados que había puesto la autoridad? ¿Dónde están los sellos, que habían colocado sobre la piedra del sepulcro? ¿Dónde están los que condenaron al Maestro? ¿Dónde están los que crucificaron a Jesús?... Ante su victoria, se produce la gran huida de los pobres miserables. Llénate de esperanza: Jesucristo vence siempre".
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