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La victoria del ciclón Trump ha provocado un gran lamento universal, una interminable jeremiada de ruido de fondo. Da igual que enciendas la radio, abras el periódico o te encuentres con un viejo amigo por la calle Tetuán. La pregunta surge inmediatamente: ¿Cómo un tahúr de la política, un tipo evidentemente grosero y tramposo, ha podido hacerse de nuevo con la presidencia de los EEUU? La contrariedad en la izquierda produce lástima, como la que podríamos sentir por una marquesa venida a menos maltratada por un patán y resentido social. Algunos, incluso, han abandonado Twitter acusándole de ser un pozo séptico donde se ha favorecido el triunfo del ya presidente electo. Y tienen razón, aunque no cuentan lo mucho que ellos han colaborado en convertir la red de redes en un espacio irrespirable. Por ejemplo, periódicos de propiedad nobiliaria que apoyaron el golpe contra la Democracia en Cataluña, ahora se muestran muy preocupados con el futuro de las libertades en Ohio. Eso debe ser la globalización, sentir como propios miembros que no tienes, como los tullidos a los que aún les pica la pierna talada.
Pero no todo es duelo y quebranto. También hay intentos de explicación. ¿Qué le ha pasado a la izquierda para que le venza un papafritas demoniaco como Trump? Por lo visto y leído de gentes inteligentes más o menos pertenecientes a la esfera progresista, la culpa se debe a una desconexión de la izquierda con sus bases históricas, las clases trabajadoras, para dedicarse a una irritante política esnob en la que lo importante son las exigencias de unas minorías cada vez más sobrerrepresentadas en el debate público y en la gobernanza.
Todos estos análisis son certeros, pero incompletos. Porque el gran problema de la progresía, el gran reproche que se le puede hacer desde todos los estratos de la sociedad, es la minuciosa e irresponsable labor de zapa que ha desarrollado y sigue desarrollando contra los cimientos de eso que llamamos Civilización Occidental. La destrucción de un mundo de valores que, por supuesto, contiene elementos de la Ilustración, las revoluciones liberales del XIX y el socialismo purgado de sus pulsiones totalitarias, pero también de la tradición, el cristianismo y el humanismo conservador. Durante años hemos visto cómo los dioses titulares de Occidente han sido degollados para colocar sus cadáveres ante los altares de Huitzilopochtli y Ogun. De todo este gran divinicidio se ha encargado la pedagogía, los medios de comunicación, la industria cultural, la política... ¿Cómo no va a haber nihilistas en un mundo sin dioses? Es la hora del anticristo, que puede ser rubio o moreno, según el país. Lo peor es que el fin del mundo nos cogerá en un restorán de moda o viendo una instalación sobre la nueva masculinidad.
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