En tránsito
Eduardo Jordá
Sobramos
Confabulario
El paso del huracán Helena por el sureste de los EEUU ha dejado, de momento, un centenar de muertos y más de medio millar de desaparecidos. Cifras muy altas para un país del primer mundo. Las imágenes, por otra parte, quizá ayuden a comprender lo ocurrido: un vasto caserío de madera triturado por la violencia del meteoro. Cuando el gran terremoto de Lisboa, en noviembre de 1755 (terremoto al que siguió un tsunami y un incendio), se suscitó una polémica entre Voltaire y Rousseau sobre los designios de la divinidad y los cataclismos que nos afligen. En aquella ocasión, Rousseau fue el más razonable de los dos, y concluyó que mientras mejor construyan los humanos, menores serían los castigos divinos. Véase la impresionante pericia nipona a tal respecto.
No es la primera vez que observamos esta profunda destrucción, vinculada a la meteorología, en los Estados Unidos. En los últimos años, se ha vuelto un lugar común preguntarse sobre la viabilidad o no de dicho país. Según el ensayista británico John Gray, los Estados Unidos serán, en breve, un Estado fallido, con un grave riesgo de guerra civil, fruto de una politización extrema y de un persistente problema de segregación racial. También el ex presidente Aznar aludió a la posibilidad de un conflicto armado en los USA, tras el putsch acometido por los simpatizantes de Trump en el Capitolio. En La cultura de la cancelación en Estados Unidos, la periodista Constanza Rizzacasa no dejaba de vincular esta funesta moda coercitiva con un problema real como el que recoge, expresivamente, Black lives matter. Lo cual nos recuerda que, cuando Franklin pidió a Voltaire que bendijera a su nieto, el viejo volteriano le dijo solo dos palabras: “Dios y libertad”, resumiendo acaso una singular forma de sincretismo ilustrado que hoy ha decaído por su parte última; esto es, por un apetito de libertad convaleciente.
El historiador sevillano Jesús Pabón, en su excelente estudio, Franklin y Europa, postulaba que el gran acierto de Franklin fue el de presentarse ante los europeos sin peluca, como una personificación del buen salvaje de Rousseau, heraldo de un Mundo Nuevo donde se rectificarían los errores y se olvidarían los crímenes del Viejo. A ello se sumó también que Franklin era el prodigioso inventor del pararrayos, centuplicando así la admiración del público. Algo no ha variado desde entonces. Para resolver problemas como los del huracán Helena, sigue siendo más útil el Franklin inventor que el Franklin desmelenado y roussoniano.
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