El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
Tribuna de opinión
Un mundo desacralizado, con la desaparición de los rituales, se vuelve amorfo y anodino. El tiempo, el espacio, el transcurso de la vida está marcado por hitos que la sitúan, delimitan, orientan. Según el Instituto Nacional de Estadística: “Nuestra vida está marcada por distintos hitos: el comienzo de la escuela, la entrada en la edad adulta al dejar el hogar familiar e incorporarse al mercado laboral, casarse, tener hijos, jubilarse... y existen grandes diferencias entre mujeres y hombres”.
La ausencia de jalones es un síntoma patológico, nos retrotrae a la pandemia. Cesaron los encuentros en los bares, los partidos de fútbol, las visitas familiares, los eventos religiosos, las fiestas y celebraciones populares, las representaciones teatrales y las proyecciones de cine... La carencia de hitos, acontecimientos, celebraciones, nos dejó huérfanos y tristes.
Nuestra vida está surcada por eventos, por momentos estelares, que la dibujan, dan relieve, la encuadran, la fijan en la memoria. La sitúan. No podemos vivir descolocados. La atonía, el encefalograma plano, es signo de muerte. Si no se bautiza a los niños, ni se casan los padres, ni se celebra la primera comunión, ni se despide a los seres queridos en la iglesia…; si faltan esos ritos, sucede lo que Byung-Chul Han dice en su libro, La desaparición de los rituales (2020): “Al tiempo le falta hoy un armazón firme”. Todo se torna volátil, efímero, etéreo.
Han relaciona la pérdida de los rituales con el neoliberalismo, con el afán consumista: “La actual presión para producir priva a las cosas de su durabilidad; destruye intencionalmente la duración para producir más…, un consumo sin escrúpulos hace que estemos rodeados de un desvanecimiento que desestabiliza la vida”.
La vida cristiana está acompañada por una serie de ritos, por una liturgia, que escenifica los grandes hitos de la historia de la Salvación y del acontecer personal. El Año litúrgico, con sus tiempos y celebraciones, nos invita a recorrer la vida de Cristo. El Adviento prepara su nacimiento. La Navidad lo celebra. La Cuaresma y la Semana Santa nos sumergen en el misterio de su Pasión. La Pascua en su gloriosa Resurrección. El tiempo ordinario profundiza en el transcurso de su vida.
Los sacramentos marcan el acontecer personal y la vida de la Iglesia. Unos: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Matrimonio y Unción acompañan el paso de nuestra vida. El Orden nutre la familia cristiana, dándole pastores que la cuidan. La Penitencia sabe de nuestra debilidad dándonos nueva vida.
Pero el gran rito, el que da vida a la Iglesia y, por tanto, al mundo entero, es la Eucaristía. Dice el Papa: “la misa no es una representación, … es una teofanía: el Señor se hace presente en el altar para ser ofrecido al Padre para la salvación del mundo”. En la fiesta del Corpus celebramos la presencia real del Cuerpo y la Sangre de Cristo en las especies sacramentales del pan y del vino.
Todo lo que acompaña a Jesús Eucaristía está rodeado de un buen hacer, un ritual, un culto, unas formas; de buenas maneras, de educación y detalles que expresan esa fe en su real presencia. Por tratarse del Cuerpo de Cristo, de nuestro Salvador, del que dio la vida por nosotros, merece todo el respeto y cariño. Su presencia no es ritual, representativa; es real y procuramos cuidarle como su condición aconseja. Así lo han entendido generaciones y generaciones de cristianos construyendo hermosos templos para acogerle, para presentarle a la veneración de los creyentes.
Los vasos sagrados, las custodias y ornamentos, los cánticos y sahumerios, las flores… nos ayudan a entender la grandeza del que los merece. La procesión solemne del Santísimo sacramento por nuestras vías, el cortejo que le acompaña, las bandas de música, el ornato de calles y fachadas son una muestra de agradecimiento a su callada presencia en los sagrarios de iglesias y capillas.
Enseñaba Benedicto XVI: “En la fiesta del Corpus Christi contemplamos sobre todo el signo del pan. Nos recuerda también la peregrinación de Israel durante los cuarenta años en el desierto. La Hostia es nuestro maná; con él, el Señor nos alimenta; es verdaderamente el pan del cielo, con el que Él se entrega a sí mismo. En la procesión, seguimos este signo y así lo seguimos a Él mismo. Y le pedimos: Guíanos por los caminos de nuestra historia. Sigue mostrando a la Iglesia y a sus pastores el camino recto. Mira a la humanidad que sufre, que vaga insegura entre tantos interrogantes. Mira el hambre física y psíquica que la atormenta. Da a los hombres el pan para el cuerpo y para el alma. Dales trabajo. Dales luz”.
El rito de procesionar el Cuerpo de Cristo marca un importante hito en nuestras vidas, en la de la ciudad. Emana una fuerza simbólica que nos une al cielo, eleva nuestra mirada y corazón, nos recuerda que somos también ciudadanos del cielo.
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