
El balcón
Ignacio Martínez
Runrunes y guasapes
Confabulario
Hay una lógica propia a la exposición que une a Picasso y a Jeff Koons en el palacio de Carlos V de La Alhambra. Dicha lógica es la de la reutilización y el juego. Picasso utilizó la pintura colorida y ardiente de El Greco (un Greco que le había enseñado Zuloaga en París), para formular los planos superpuestos y los contornos netos del cubismo. Siguiendo ese proceso de apropiación, Koons acude a la escultura clásica para otorgarle al clasicismo un brillo de bisutería y una frivolidad no entorpecida por la política, como ocurrió en el XVIII neoclásico y en los totalitarismos del XX. Este deslizamiento, por otra parte, ya la había practicado Duchamp cuando sustituye la belleza curva y traslúcida de los mármoles, por la no menos blanca y suave curvatura de un urinario, donde lo humano ya no comparece como norma.
No parece casual, por tanto, que una de las obras de Koons en la Alhambra sea una interpretación/desdramatización de Las sabinas, de Jacques-Louis David, a las que le añade una esfera brillante y en relieve. En toda la obra de David, la pintura se ofreció como formulación estética de una principio moral, común al Neoclasicismo: aquel que vinculaba la belleza clásica a la democracia. Y en su caso concreto, a la república francesa, nacida con la revolución (recordemos que David tuvo que exiliarse a Bélgica por regicida). Este preciso vínculo entre forma estatal y categoría estética, es el que servirá de excusa a Napoleón para saquear el arte clásico de toda Italia, transportando el fruto de sus expolios a las salas del Louvre. Pero este vínculo, además de lo dicho, traerá otra novedad al arte, que aún hoy nos aflige con su tedio: la consideración subalterna del arte como utensilio y vehículo de lo político. Viendo las tres gracias que Koons presenta enguirnaldadas, con un tenue y brillante color cobrizo, uno piensa qué habría hecho Koons con la soberbia estatua en bronce de Carlos V y el Furor, obra de Pompeo y Leone Leoni, que esplende en la rotonda de El Prado, junto a la puerta de Goya. Probablemente, algo similar a lo ocurrido con Las sabinas. Transformar la idea de magnificencia imperial y poder irrefrenable en una inocua colusión de brillos y formas, deliberadamente intrascendentes.
Además de esto, hay en Koons otra similitud, otro eco de Picasso. Mientras que en la mercantilización de Warhol se da un fondo de reiteración y violencia; en Koons existe una vitalidad, aérea y crematística, que acaso no quepa desvincular, conceptualmente, de la Grecia rotunda y dionisíaca, hondamente carnal, que figuró Picasso.
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