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Ya lo hemos visto en el pasado con ocasión de otras tragedias, se trate de accidentes, atentados o desastres naturales, que en lugar de unir a los partidos y hacerles olvidar por unos días sus diferencias, al menos mientras dure el periodo de duelo, acaban sacando lo peor de cada casa. No es que la catástrofe de Valencia no plantee dudas e interrogantes, pero cualquier persona no envilecida convendrá en que la prioridad de la nación pasa ahora por acompañar a quienes han perdido a los suyos, volcarse en atender a los afectados y empezar a planificar una reconstrucción que llevará mucho tiempo. Con razón se habla de un Estado debilitado e incapaz de hacer frente común en circunstancias que lo piden a gritos, y también esto tendría que ser objeto de una evaluación serena, pero no es todavía el momento. España entera está de luto y por eso escandaliza la desvergüenza de los que tratan de sacar rédito, carroñeros que sobrevuelan el campo de batalla –muchos observadores directos han coincidido en calificar las áreas anegadas como un escenario de guerra– y no respetan ni a los muertos. Lo vemos en las tribunas donde los opinadores sobreexcitados siguen a lo suyo, como si el espantoso episodio aportara una mera excusa para la refriega diaria, pero el deterioro es tanto más preocupante en el caso de quienes tienen encomendada la misión de representarnos en las instituciones. Ya sabemos que las impugnaciones de la clase política son peligrosas cuando se hacen de modo indiscriminado, tanto más si vienen acompañadas de consignas demagógicas, pero es desolador no encontrar, en un país conmocionado, a un solo político de primer nivel que haya estado a la altura. La mediocridad, la incompetencia y la bajeza moral de unos y otros exigirían una destitución colectiva o la dimisión en bloque. Por supuesto, tenemos lo que nos merecemos, y no se puede decir que nuestros políticos no reflejen el enconamiento que desde hace años envenena la convivencia, pero la respuesta espontánea de muchos particulares, por desgracia insuficiente, demuestra una sensibilidad que no se aprecia en los profesionales de la gresca. Mientras quedan decenas y quizá más que decenas de cadáveres insepultos, mientras el dolor de los familiares y vecinos de las víctimas se suma a todo tipo de carencias en las regiones devastadas, no pueden dejar de seguir atizándose, como adictos irrecuperables. Si ni siquiera en una situación de esta gravedad son capaces de coordinarse, lo mejor que pueden hacer es renunciar a sus responsabilidades –tan notoriamente desatendidas– y dejar paso a otros que entiendan lo que los ciudadanos no intoxicados esperan de los servidores públicos.
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