Quizás
Mikel Lejarza
Toulouse
La Rayuela
Todos los problemas políticos, señores diputados, tienen un punto de madurez, antes del cual están ácidos ; después, pasado ese punto, se corrompen, se pudren”. Se refería Manuel Azaña en este extracto de su discurso de 1932 al debate parlamentario sobre el Estatuto catalán. Es un axioma que podría servirnos casi un siglo después para bastantes asuntos. Cuestiones tan echadas a perder que ya carcomen los cimientos de esa gran Europa del bienestar y las democracias que se construyó en la segunda mitad del siglo pasado y que nos parecía una realidad inmutable, sin punto de retorno.
Es cierto que se han dado acontecimientos abruptos que lo alteran todo, como la pandemia o la guerra de Ucrania, pero si la base de esa construcción europea fuera firme no nos encontraríamos en estos momentos con la convicción creciente de que todo es posible, con los movimientos políticos más extremos ganando terreno día a día otra vez.
Uno de los mejores ejemplos de esos problemas políticos sin respuesta que afectan a la vida de muchas personas es la inmigración, uno de los mayores aceleradores del discurso incendiario de la extrema derecha. Es un asunto espinoso del que los países más alejados de las fronteras europeas se desentendieron durante mucho tiempo, con connotaciones ideológicas muy marcadas, mucho postureo político y pocas decisiones de calado que sirvieran para regular un fenómeno imparable, hasta que el asunto ha llegado a adquirir un hedor a podredumbre difícil de erradicar.
La Cumbre europea de Granada, celebrada en octubre pasado, tenía como gran objetivo un gran acuerdo para regular las crisis migratorias y el asilo, pero fue imposible porque, como decía Azaña, el tema estaba ya pasado de fecha. Hay países como Hungría, Polonia o Italia, donde el problema ha crecido tanto que las posiciones son tajantes. Y también afecta a la estabilidad interna de cada país, con el caso de Francia como uno de los más destacados. Europa contiene el aliento.
La marea ultra, con el discurso de odio por bandera, va en aumento. ¿Será que millones de votantes se han convertido de la noche a la mañana en odiadores? ¿Tienen la culpa las redes sociales de todo lo que pasa? ¿La gente se levanta un día polarizada –como ahora nos gusta decir–? El estado de malestar tiene también cabida en esta Europa, aunque sus dirigentes no lo hayan querido ver.
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