Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Tierra blanca
La ciudad y los días
Masa de aire polar procedente del norte. Desplome generalizado de las temperaturas. En Andalucía se llegará a mínimas de cinco grados y hasta de tres grados bajo cero donde no es habitual. Llega el frío. Pero quienes sufrimos tan duros meses de calor, lejos de celebrarlo, lo aborrecemos. Somos hijos del sol. Espiamos el crecimiento de la luz larga, ansiamos la venida de las primeras tibiezas y cuando llegan el calor, la calor y las calores protestamos, por supuesto, pero a la vez nos sentimos tan en nuestro medio natural como un esquimal entre los hielos o un tuareg en el desierto.
Desde los fríos madrileños, en un oscuro amanecer invernal, Bécquer rememoraba su ciudad natal “con sus noches tranquilas y sus siestas de fuego, sus alboradas color de rosa y sus crepúsculos azules, con toda la pompa y la gala de su naturaleza meridional”. Desde aquellos fríos castellanos también Cansinos Assens añoraba “esa ciudad clara de gracia, [en la que] tu alma no se hubiera cubierto de nieblas de congoja, (…) en cuyas calles se respira el mismo aire que en Jerusalén, (…) y en las noches radiantes, cuando las estrellas parecen gavillas de azahares en el tiempo de la primavera, pensando en ti, no podemos contener las lágrimas”. Siestas de fuego, clara de gracia, noches radiantes de primavera… Bécquer y Cansinos Assens echan de menos, desde los fríos castellanos, no solo la tibieza de nuestra primavera, también el fuego del verano.
¿Somos masoquistas quienes, padeciendo tan largo e inmisericorde verano, detestamos el frío y los días breves del invierno? Quizás. Otras veces he escrito que ninguna novela refleja mejor nuestra relación con la ciudad que La mujer y el pelele de Pierre Louÿs, quien escribió a un amigo: “Sevilla es el paraíso. Un cielo de junio, palmeras, naranjos, todo el mundo sin abrigo y, en las habitaciones, las calefacciones apagadas”. En ella Concha Pérez esclaviza a sus desesperados amantes seduciéndolos, pero no entregándose a ellos; prometiendo, pero no dando; mostrándose desnuda –como la filmó Buñuel en Ese oscuro objeto de deseo–, pero tras una cancela cerrada.
Algo de masoquismo hay, sí, tanto en nuestra rendida relación con esta ciudad esquiva como en nuestra pasión por sus siestas de fuego. Pero reconozcamos también que la luz libera al alma de nieblas de congoja, que el sol es vida y la oscuridad y el frío, las siniestras galas de la pelona.
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