Salvador Gutiérrez Solís

Aquello de la multiculturalidad

La tribuna

20 de enero 2015 - 01:00

DURANTE años nos han vendido, y hemos comprado sin leer la letra pequeña, sin querer asomarnos a la lupa de la verdad, las excelencias de la multiculturalidad, el buenismo de una sociedad integrada por multitud de culturas, religiones y razas, y nos lo hemos creído, cuando realmente nunca ha sido verdad. La multiculturalidad no es una gran ciudad convertida en una especie de Arca de Noé humana, en la que están representadas diferentes razas, culturas y religiones, separadas, por muy diferentes motivos, en compartimentos estancos, no. La multiculturalidad, o su espíritu, o lo que pretende, es otra cosa, radicalmente distinta. La multiculturalidad nos remite a la fusión, a la reciprocidad y al enriquecimiento que debe suponerse a la integración y a la convivencia, en igualdad de derechos y de obligaciones, ojo, a las diferentes razas, culturas y religiones que integran una sociedad. Por tanto, salvo alguna excepción más o menos de manual, focalizada, localizada, muy controlada, aún no sabemos si todas esas virtudes que le presuponemos a la multiculturalidad son reales o simplemente forman parte de la bonita teoría. Duelo entre dogmáticos y empíricos. Porque hasta el momento, seamos realistas, a lo más que hemos llegado, y no nos engañemos, es a tolerar al diferente, al que no es igual que nosotros. Pero no nos rasguemos las vestiduras, no carguemos en solitario con la culpa, porque este tolerar es un verbo que hemos conjugado todas las razas, culturas y religiones que componen buena parte de las sociedades occidentales. Es decir, tú aquí y yo allí, y hacemos como que nos llevamos bien, aunque sigamos siendo unos perfectos desconocidos, mientras tú no asomes la nariz por mi valla, que yo intentaré no asomar la mía por la tuya. Y así, hasta que alguien asoma la nariz, claro, porque siempre hay uno que asoma la nariz, y hasta que lanza una piedra.

Durante años nos vendieron, y nosotros compramos, que París era el gran icono de la multiculturalidad, y cuando volvíamos de visitarla, con nuestra fotografía en la Torre Eiffel o paseando por los Campos Elíseos, les contábamos a nuestros amigos y conocidos que cualquier calle parisina era como una especie de Asamblea General de la ONU, representadas y presentes todas las religiones, razas y culturas. Y había algo de cierto, claro, pura evidencia, pero cada cual en su sitio, tal y como antes indicaba. Para que dos personas se amen las dos tienen que querer que sea así, y dos nos se pelean si uno no quiere, decimos, que es una verdad absoluta. Para alcanzar esa ansiedad multiculturalidad que nos vende el manual de las buenas intenciones no basta con tolerar al otro, eso es muy poco, casi nada, aunque también puede entenderse como mucho si tenemos en cuenta que en todas las religiones, las razas y las culturas hay estamentos, más o menos considerables, asentados o mayoritarios, que no admiten esa misma diferencia ni entre los que consideran como iguales.

Si de verdad pretendemos establecer las bases de un nuevo orden mundial, dudo que sea un objetivo actual, tenemos que comenzar a conjugar nuevos verbos. Tolerar, no vale. Toleras lo que te desagrada, lo que no te gusta, lo que te incomoda. En los últimos días he recordado con frecuencia aquel proyecto de Zapatero, La alianza de civilizaciones, que tan duramente fue criticado, cosechando todo tipo de calificativos, de charlotada a ocurrencia -versión suave de adjetivos-, y que a mí, a estas alturas, me sigue pareciendo lo más sensato y coherente que he escuchado hasta el momento, al respecto. Y es que, al menos, nacía con la intencionalidad de establecer un gran pacto global, un encuentro entre las culturas, un aunar esfuerzos y potencialidades, con los que contrarrestar las diferencias. Aquello pasó, y nos encontramos en el punto actual.

La barbarie ha sido de nuevo ese toque de atención que nos alerta de que debemos actuar: la ventana de la realidad. Aquello de la multiculturalidad tenía una melodía muy bonita, aunque nunca nos quisiéramos aprender la letra. Tal vez si intentáramos entonarla, tararearla con convencimiento, todos, todos, llegaríamos a entender, en su verdadera dimensión, algunos términos que mantenemos con significados difusos. Respeto, pluralidad o integración, por ejemplo.

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