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Tribuna de opinión
Córdoba/Hace unos días me comentaba un buen amigo que le habían diagnosticado una pérdida de vista del cincuenta por cien y le animaban a operarse de cataratas. Con un cristalino nuevo se quedaría como nuevo. También conozco a varias personas que, a pesar de haber perdido la visión, tienen una percepción de la vida impresionante. Poseen un algo que les ayuda a ver en profundidad.
Da pena perderse un precioso atardecer, la sonrisa de un niño, el colorido de unas flores…, pero es mucho más triste no percibir el amor, ignorar la enorme riqueza del que está junto a mí. Me desconcertó el siguiente titular hace unos días: “Jaén y Córdoba registran más suicidios que muertes naturales”. ¡Qué en estas tierras de Dios, donde también vivimos, no encontremos razones para seguir viviendo es muy triste!
Podemos estar ciegos sin saberlo, ¡cuántas veces nos volvemos locos buscando algo que está frente a nuestras narices! Lo de menos es no encontrar unas llaves que están sobre la mesilla de noche, lo triste es estar ciegos para el amor. Dice Ortega y Gasset: “El amor, a quien pintan ciego, es vidente y perspicaz porque el amante ve cosas que el indiferente no ve y por eso ama”. Si no somos capaces de amar hay que hacer algo, pararse. Cambiar los cristalinos, dejar de mirar con la razón: encasillando, condenando, juzgando, echando en falta, prejuzgando, y mirar con el corazón.
El Papa, en su cuarta Carta Encíclica Dilexi nos -Él nos ha amado (Rm 8,37)- afirma que la actual devaluación del corazón proviene del “racionalismo griego y precristiano, del idealismo postcristiano y del materialismo”, que han resaltado tanto conceptos como los de “razón, voluntad o libertad”, que nos hemos quedado sin “corazón”. En cambio, para el Pontífice, hay que reconocer que “yo soy mi corazón, porque es lo que me distingue, me configura en mi identidad espiritual y me pone en comunión con los demás”.
Dice el Evangelio: “Llegan a Jericó. Y cuando salía él de Jericó con sus discípulos y una gran multitud, un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al lado del camino pidiendo limosna. Y, al oír que era Jesús Nazareno, comenzó a decir a gritos: - ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!... Jesús le preguntó: - ¿Qué quieres que te haga? - Rabboni, que vea - le respondió el ciego. Entonces Jesús le dijo: - Anda, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista. Y le seguía por el camino”.
El ciego recupera la vista, ve al Maestro y lo sigue. También nosotros, en los momentos de oscuridad, cuando nada parece tener sentido, podemos pedir luces a Dios: ¡Señor que vea! Dios está mucho más cerca de lo que pensamos. Todo tiene remedio, lo que pasa es que no lo vemos, como en algunos jeroglíficos complicados. Hay solución, hay una puerta de salida. En el caso del amor conyugal, también. Lo que se amó tanto, que comprometió una vida, se puede volver a amar. Hay que mirar de otra manera, dejando las razones, que por ciertas que sean, son sinrazones.
Comprender es el modo de mirar al otro. Dice el Diccionario que comprender es “abrazar, ceñir o rodear por todas partes algo”. La mirada comprensiva no se queda en una parte, en lo llamativo. Busca el por qué, se pone en la piel del otro, le mira en profundidad, sabe interpretar, diagnosticar. Disculpa, entiende, perdona. Abre horizontes. Es como mira Dios.
Francisco nos invita a encontrar el Amor para poder amar. Nos lleva a la fuente del amor: ¡Si conocieras el don de Dios!, le dice Jesús a la Samaritana. En Dilexi nos destaca el poder del amor de Cristo para transformar los corazones y renovar las estructuras sociales. El Corazón de Jesús, lleno de misericordia, es capaz de cambiar no solo la vida de las personas, sino también las realidades que parecen estar atrapadas en el pecado y la injusticia. Un mundo que ha olvidado el amor, una sociedad egoísta y pragmática, desnortada, tiene un faro potentísimo que la puede orientar: "El amor de Cristo está fuera de ese engranaje perverso y solo él puede liberarnos".
El Papa nos habla de la mirada de Cristo: “Cuenta el Evangelio que un rico se acercó a él, lleno de ideales, pero sin fuerzas para cambiar de vida. Entonces Jesús lo miró con amor (Mc 10,21). ¿Puedes imaginarte ese instante, ese encuentro entre los ojos de este hombre y la mirada de Jesús? Si te llama, si te convoca a una misión, primero te mira, penetra lo más íntimo de tu ser, percibe y conoce todo lo que hay en ti, deposita en ti su mirada: "Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos […]. Continuando su camino, vio a otros dos hermanos" (Mt 4,18.21) … Precisamente porque está atento a nosotros, él es capaz de reconocer cada buena intención que tengas, cada pequeño acto bueno que realices”.
Podemos recuperar la vista, contemplar, con el auxilio de Dios.
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