La noche

Confabulario

El lunes, apenas vuelta la electricidad, comenzaron a sonar las campanas de la iglesia cercana. Era el sonido de la civilización, que recobraba sus fueros. Por fortuna, la oscuridad de la noche, en su total evidencia, no se abatió sobre la ciudad, aunque todavía quedaran zonas sin flujo eléctrico. Sagan, el astrónomo norteamericano, recordaba que fue durante un apagón nocturno de Nueva York cuando descubrió la temblorosa luminaria del cielo y su fascinación perdurable. También se ha repetido, con irónica benevolencia, que el gran apagón de Nueva York incrementó la tasa de natalidad nueve meses más tarde. El apagón del lunes, sin embargo, nos hizo presumir, verosímilmente, que nos hallábamos ante un vasto ciberataque. Esto es, ante la posibilidad de un hecho bélico –guerra híbrida se llama ahora– de incalculables consecuencias.

Tanto “el hombre de la multitud” de Poe como el flâneur baudeleriano, luego elucidados por Walter Benjamin, se basan en la infinita disponibilidad de la noche iluminada del XIX. Recordemos que Stevenson, en su Virginibus puerisque, hace una melancólica Apología de las farolas de gas, que considera mucho más humanas, mucho más acogedoras y afables, que la inhóspita luminaria eléctrica. Como se deduce de estas saudades y melancolías de Stevenson, la conquista de la noche –la noche vertiginosa y viva que hemos visto en Toulouse-Lautrec y en Van Gogh–, es una conquista reciente. La noche madrileña de Quevedo, custodiada por alguaciles y corchetes e iluminada pobremente con teas, nos hace comprender el peligro de cruzarse con alguien –“de noche, todos los gatos son pardos”– en la oscuridad de las calles. Pero es en Las noches revolucionarias de Rètif de La Bretonne, último tomo de su obra Las noches de París, donde conocemos la ferocidad y la insidia, el crimen multitudinario, desplegados al amparo de las sombras. No en vano, Rètif, caluroso partidario de la Revolución francesa, estuvo a punto de morir por error a manos de la turba revolucionaria.

En fin, no vamos a recordar aquí las hazañas de Jack the Ripper en el Londres mal iluminado de 1888. Y tampoco vamos a comparar la Francia de finales del XVIII con la España del siglo XXI. Pero sí es fácil conjeturar que la oscuridad y el miedo –el temor y la incertidumbre que el lunes nos visitaron– no son una compañía recomendable. En tal sentido, las campanas de la otra tarde eran alegre signo de civilidad y de vida. A pesar de nuestras inclinaciones románticas y sentimentales, la noche oscura del alma queda mejor en los poetas.

stats