¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
¿Dónde está la ultraderecha?
Cambio de sentido
Mi teoría es que la gente está votando en broma como si esto fuera Eurovisión, y cuando les saquen de casa y les metan en un camión no van a entender nada”, escribe un tuitero. La broma va en serio. La espectacularización de la política está premiando en todo el mundo a histriones tipo Trump o Milei, que suben al escenario dando las cabriolas de la jaca de Peralta; a insidiosos de andar por casa; a vocingleros y muñecas de ventrílocuo; a repartidores de odio a domicilio, a declarados anti-intelectuales. No hay más retórica que las falacias más elementales mil veces repetidas. Consiguen calar su mensaje: la causa de tus futuros problemas (bienvenidos al mundo de las expectativas) no está arriba, en quienes queremos el mango autoritario de la sartén y la motosierra, sino en los que, de hecho y de derecho, están mucho peor que tú. Quien compra este discurso olvida muchas cosas, incluidas las de la tradición moral en la que en teoría se adscribe.
Pese a las advertencias desde hace décadas (de Eco o Enzensberger, por citar los más conocidos), llegamos a pensar que Europa estaba vacunada contra esta rabia. Tanto fue el shock en sus propias carnes, tan ancho el trauma. Del mismo modo que nos resultaría impensable que Rumanía invocara al espíritu de Ceau?escu como solución a sus problemas, nos parece mentira la implacable realidad: la rabiosa ultraderecha –más liberal allende los altos muros europeos, más neofascista aquí dentro–, transfigurada en toro blanco y con el viento a favor, seduce a la prudente Europa para raptarla. Veremos si puede: aún no han muerto los últimos de Normandía, ni la memoria del exilio y el Holocausto frente a los actuales éxodos y masacres.
“¿Ves como a quienes queremos trabajar no nos dejan? Por eso voto a Vox. ¡Y basta de paguitas, y fuera extranjeros!”, dice un conocido cuando, en la terraza en la que estamos, el camarero nos ha dicho que en una hora recoge para garantizar el descanso de los vecinos. Dejo pasar un rato, y le pregunto si sigue cobrando el subsidio. Me alegro por él, conozco su situación, es dura. Así además no tendrá que irse del pueblo y dejar solo a su padre enfermo que lleva años esperando plaza en la residencia pública. “Y menos mal –me cuenta– que he encontrado a una sin papeles que lo cuide, que es lo único que puedo pagar…”. Así los últimos son los primeros raptados por quienes nunca contarán con ellos. Así los débiles se sienten fuertes. Así se esconde el miedo y campa el dislate. Así nos va.
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