09 de diciembre 2024 - 03:06

Sin ánimo de molestar, y sin hacer demasiado ruido, hay veces que no me importa que se empiece a correr la voz.

La primera vez que visité Nueva York lo viví casi como una traición. Fue por trabajo, pero ni en aquel tiempo tenía aún tan acostumbrada la maleta ni me apetecía apuntarme tareas pendientes sin que tú fueras, tampoco ahora. Luego, han venido otros lugares con una frecuencia que no por habitual se ha vuelto normal. Sigue siendo frenética y rara, casi insalubre, pero es la regla de este curro loco con que estoy adornando el principio del final de mi vida profesional. De cualquier manera, me centraré que me pierdo. De lo que se trata es de eso, de perderme descubriendo, si es posible, y en esas, ahora ya no hay traición porque, no sé si te darás cuenta, pero tres mil quinientas treinta cuatro millas más lejos y unos treinta mil pasos cada día, juntos las dos cosas, hacen que, para que fuera una traición (ver cosas sin que tú las veas, así de exigente y comodón me pongo), haya elegido un mal plan.

No es un mal plan. Nos hemos lanzado a descubrirlo pegados. El pateo intenso por la calle 42, desde la décima hasta la octava, cruzando para que te deslumbre Times Square y girarse una chispa, en cuatro pasos, para Bryant, en este tiempo, Winter Village; trocear la Quinta Avenida en su parte más tranquila, por la Biblioteca, y callejear hasta la estación grande y saludar a las gárgolas del Chrysler o, un poco más allá, que la memoria de King Kong te despeine en el piso 86 con su viento frío. El ánimo bullicioso en Rockefeller, Sacks y Radio City, todo Navidad, todo adornado, para fundirse en el reposado y majestuoso de San Patricio. Caminar hasta el Parque desde allí, dejando a Trump, a Vuitton y a Tiffany`s y cambiarlos sin miedo por cualquier ardilla. El relajado encuentro con cierta paz por Columbus y Amsterdam, cerca del Museo; sus edificios de ladrillo rojo con las diagonales marcadas del hierro para escapar si hay fuego. El humo de las alcantarillas, el olor a ozono, porquería y marihuana, los autobuses de los colegios, ese metro imposible, los taxis amarillos, mis Suburban negros, Little Italy, China Town, Hell’s Kitchen tan cerca de ti, como si fuera cualquier película que hayas visto y estar tú dentro… No será la ciudad más bonita del mundo, ni la más monumental, ni la más simpática, pero la atmósfera, su atmósfera, la convierte en disparatadamente única.

Queda un rato en este ultimísimo desmarque y lo que vea dará un poco más de sí cuando ya no estemos rondando estas manzanas. He bajado un momento a ver el tráfico infernal de la décima y sentir el frío, que sabes cuánto me gusta, y, entonces, que no es hoy, cuando das otra vuelta al sol, dos días antes que lo haga yo, pensé que podría vivir en cualquier parte. Con seguridad. Imperio y capital o comarca y pueblo chico. Con atmósfera o sin ella. Pero contigo, mochana, ¡tú sí que eres imperial!, aquí o allí.

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