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Colombia ha puesto fin a su larga tradición taurina con la firma por parte del presidente Gustavo Petro de la ley conocida con el nombre de “No más olé”, texto que fue aprobado por la Cámara de Representantes por una aplastante mayoría. Otra cosa es la posible inconstitucionalidad de dicha norma, como defienden importantes juristas. Lo sabremos en los próximos meses. Mientras tanto, lo siento por los buenos aficionados de la república hermana y aprovecho la ocasión para mandarle un saludo –allí donde esté– a ese politólogo colombiano con el que realicé, hace siglos, un largo viaje en ferrocarril por Italia y Grecia. Como el personaje machadiano que evocaba la figura de Cagancho, Darinel –que así se llamaba– me entretenía del monótono discurrir por los abrasados campos del Mezzogiorno con sus crónicas de las tardes de gloria de César Rincón, el más grande de los toreros colombianos de todos los tiempos. No es de extrañar pues que, en la euforia antitaurina desatada en Colombia, un alcalde de pueblo llamado José Luis Bohórquez (ironías de la historia) haya ordenado derribar la estatua de César Rincón, lo cual lo hermanaría honorablemente con personajes como Colón, Cortés o Fray Junípero Serra. Enhorabuena, maestro.
A estas alturas no voy a insistir en los argumentos que existen en favor y en contra de la fiesta de los toros. Pero sí resaltaría que hay algo tremendamente revelador en el propio nombre con el que se ha bautizado popularmente la ley, “No más olé”. Esta denominación apenas esconde la hispanofobia que portan las normas antitaurinas que están proliferando por toda América. Los antitaurinos, con Gustavo Petro a la cabeza, podrían haber usado el nombre de la ley para dar relieve a sus argumentos más sólidos, que son los que hacen referencia al sufrimiento animal, pero prefirieron cargar contra una de las palabras más universales y simpáticas del idioma español, la interjección “olé”, cuya misteriosa etimología algunos remontan al griego antiguo. Olé es lo que dice un español para celebrar la plenitud de algunos brevísimos momentos de la vida, bien una media verónica de Morante, bien el gesto del amigo que saca la cartera para invitar a la próxima ronda. Presumir de que se va a poner fin a los olés en Colombia no hace más que evidenciar el resentimiento y la amargura con la que personajes como Gustavo Petro y buena parte de la izquierda hispanoamericana (incluida la peninsular) afrontan su pasado español, un complejo freudiano que es muy difícil de erradicar. Como se decía en mis años mozos “a joderse toca”. Se acabaron los olés. Un gran logro, Petro.
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