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ALO largo del tiempo hay personas que, por su dedicación a la ciudad o a sus habitantes, por su entrega personal sin límites en hacer el bien, se convierten en auténticos personajes, dicho sea en el mejor de los sentidos.
Uno de los que puede ser considerado como tal es el jesuita padre Martín, una institución en San Hipólito, donde lleva toda una vida ejerciendo su ministerio sacerdotal, en el que tan importante es el desarrollo de los actos de culto (en los que sigue destacando por su buena forma en los cánticos litúrgicos) como la cura de almas, su dirección espiritual o personal (aquí habría que recordar a los añorados Padres Fernández Cuenca, García, Pérez de Ayala y Mata -de grato recuerdo este último, por su curiosos prontos-, entre otros muchos que han dejado su impronta en gran cantidad de cordobeses desde la Congregación Mariana y el propio Seminario).
Aquel maestrillo (según la terminología propia de la Compañía de Jesús, pues habiendo acabado los estudios de Filosofía y enseñando preceptivamente durante dos cursos, no había empezado los estudios de Teología y no estaba ordenado sacerdote, por lo que no podía llamarse profesor) que daba clases en el Seminario de San Pelagio a finales de los años 40 del siglo pasado -encomendado por el obispo de la diócesis don Adolfo a la Compañía, lo que fue confirmado por el obispo dominico fray Albino, como garantía de una docta y correcta enseñanza de los futuros sacerdotes diocesanos-, fue destinado al ordenarse a ejercer su ministerio fuera de Córdoba, retornando a nuestra ciudad tiempo después para instalarse en ella durante muchos años.
Aún hoy sigue en activo, aunque su provecta edad (ronda, si no los tiene ya, los noventa años) ha hecho que se le aparte en cierto sentido de la responsabilidad de algunos oficios divinos, en cuyas celebraciones se limita a ayudar a otros hermanos jesuitas. Pese a ello, desarrolla en solitario otros y es siempre requerido para la entonación de los cánticos.
A los que llevamos conociéndolo desde hace tiempo y hemos cumplido nuestras obligaciones de católicos bajo su dirección, esta situación a la que se ha visto compelido nos llega a doler, porque parece como si se le postergara. Él mismo es consciente de ello y casi se esconde en ocasiones en el presbiterio de la iglesia de la Real Colegiata de San Hipólito, en otro acto más de humildad y sumisión ante el que preside la ceremonia religiosa de que se trate, especialmente la Santa Misa, y de acatamiento del cruel destino, que no deja de manifestar la huella indeleble del paso de los años.
Por todo lo expuesto, no queremos dejar pasar la ocasión de enviarle desde estas líneas nuestra más sincera adhesión personal y el reconocimiento a una magnífica labor como sacerdote, como pastor de almas, en la que la bondad (no exenta de vez en cuando de algún rebrote de genio o carácter, como humano que es) y la entrega sin límites es la carta de presentación. Labor de la que esperamos que no abdique, pues es aún joven para dirigir nuestras almas y encauzar nuestros entuertos.
Ánimo, padre, porque, pese a sus años, a sus inevitables despistes en ocasiones, sigue siendo un grato referente en nuestro deambular como católicos. Con usted, la Compañía de Jesús hace efectivo ese lema que la ha distinguido siempre en el sentido de desarrollar su trabajo ad maiorem Dei gloriam, siempre para la mayor gloria de Dios, y eso a los que nos consideramos católicos es el mejor acicate en la perseverancia, que, si nos atenemos a otros ejemplos de hermanos suyos, jesuitas o no, se hace especialmente dura, aunque comprensible, porque siempre se ha dicho que "Dios escribe con renglones torcidos".
Este grupo, que, en ejercicio de la libertad de expresión de su mentor (Santo Tomás Moro), ha manifestado en muchas ocasiones su adscripción católica no exenta de crítica a comportamientos -incluso de renombrados miembros de la misma- que, a todas luces, se separan de la doctrina de la Iglesia, y en el que hay discípulos suyos, se ve en la obligación moral de dirigirle este escrito, en señal de agradecimiento como católicos y como simples cordobeses, porque la bondad y la sabiduría que usted derrocha a manos llenas no merma con el paso de los años, sino que adquiere cada vez más solera.
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