‘París, Texas’, un momento sagrado

La ciudad y los días

25 de agosto 2024 - 03:08

En este agosto de aniversarios importantes en el que se cumplen 125 años del nacimiento de Hitchcock, 100 de la muerte de Conrad o 60 de los estrenos de Goldfinger y Mary Poppins se cumplen también 40 del estreno en salas de una de las más grandes, hermosas y conmovedoras películas de la historia del cine. Un clásico, decisivo en el progreso de un arte a la vez que eternamente joven, desde el día de su estreno.

Es París, Texas de Win Wenders, presentada en Cannes –donde obtuvo la Palma de Oro– en mayo de 1984. Tuvo distribución comercial, tras sortear no pocos problemas, a partir de agosto y se estrenó en España el 1 de noviembre de ese año. Conocíamos a Wenders desde hacía una década a través de El miedo del portero ante el penalti, En el curso del tiempo, Alicia en las ciudades, El amigo americano y El estado de las cosas, que fueron llegando a España a cuentagotas de arte y ensayo y cineclubs. Pero nada hacía presagiar París, Texas. La mayoría de los directores evolucionan película a película depurando y afirmando su estilo. También los hay –muy pocos– que son perfectos, en lo que se refiere a la creación de un mundo y un estilo propios, desde su primera película, como Welles o Fellini. Y los hay que dan un salto tan prodigioso como imprevisible en un momento de su carrera que sorprende incluso a quienes los siguen. Es el caso del Wenders que saltó de El estado de las cosas y la fallida El hombre de Chinatown en 1982 a París, Texas en 1984, quizás guiado por el espíritu de su reverenciado Yasujiro Ozu.

Siempre se ve por primera vez. Siempre emociona –y cada vez más– de una forma diferente. Desde el inicio con la aparición de Harry Dean Stanton vagando por el desierto hasta el final, yéndose tras contemplar desde un aparcamiento desierto el abrazo de Nastassja y su hijo –inicio y final que, sin abuso interpretativo, remiten a los de Centauros del desierto– pasando por la lágrima que cae por su rostro cuando se reencuentra con su hermano o la conversación en el locutorio entre Harry y Nastassja separados por un cristal en un sórdido peep show, la película es uno de esos milagros de creatividad, emoción, ternura, humanidad y grandísimo cine que solo se producen cuando los talentos de un director, un guionista, unos actores, un director de fotografía y un músico convergen en un momento sagrado de la historia del cine.

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