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Mientras iba de camino al metro, oí hablar a dos mujeres en una terraza. La una, cigarro en mano, se quejaba a la otra de que no podía seguir viendo la serie que había empezado hasta que subieran el siguiente capítulo, una semana después. No es la primera vez que oigo esto a conocidos y anónimos consumidores de ficción. Las plataformas (no las cadenas de televisión, que como mucho se han dignado a emitir dos nuevos capítulos en un solo día) parecen haber vuelto, tímidamente y con pasos contados, a la dosificación a la que hace no tanto estábamos habituados.
Netflix decidió por primera vez estrenar toda una temporada a la vez con la primera de House of Cards. Fue en 2013, hace unos diez años, pero es como si lleváramos toda la vida tragándonos las series de estreno a boca llena, tal como salen del horno. Y es así porque no es inusitado el caso de la mujer del principio, de sus lamentos por la interrupción y por la espera, por tener que ejercitar esa cosa tan terca y saludable que es la paciencia.
La paciencia es como esa persona muy mayor en la que todos pensamos cuando tenemos que leer la carta de un restaurante en un QR o hacer un trámite con un certificado digital: no es una criatura de este mundo, sino de uno tal vez perdido. Este mundo es rápido, un perro que constantemente intenta atrapar su propio rabo, desgañitándose por una cosa importantísima que a nuestros ojos es una tontería. Parece habérsenos atrofiado el sentido de lo inalcanzable, de lo imposible o lo difícil, y al mismo tiempo lo hacemos todo con prisa y vemos lo imposible y lo difícil en sitios donde ni se los esperaba. Basta un ejemplo: todos conocemos a alguien, probablemente joven, a quien le aterra atender una llamada de teléfono.
La consecuencia de todo esto es que el mundo está en todos lados y a todas horas, porque todos tenemos un móvil que hace de todo por que le hagamos caso. Todos terminamos siendo enemigos en potencia del silencio y el recogimiento, de la concentración y de la construcción de la identidad. Vengo de viajar en un vagón lleno de tipos con chaqueta y airpods, hablando de despliegues y clientes y reuniones y diciéndole a todo el pasaje que trabajan mucho y que no pueden hablar ahora porque van en el AVE. Son como esa gente que sube a redes fotos tituladas “Desconectando”. Gente detestable y maleducada que, sin embargo, es gente corriente. Lo que más le echo en cara a este mundo es que, por no ser como él, que rabia por ir hacia delante y ser cada día más nuevo si cabe, yo me siento más viejo y desubicado de lo que debería. Paradójicamente, ni la vida ni el mundo te esperan.
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