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Montar un espectáculo, cada día, para conseguir que los periódicos asombren, a diario, a sus lectores, no es fácil. Sin embargo, algunos políticos españoles lo han logrado a lo largo de estos últimos años, dando así plena razón a la profecía de Guy Debord. Éste, en su célebre libro, La sociedad del espectáculo, tantas veces citado aquí, vaticinó que la sociedad actual lleva camino de convertirse en un sorprendente espectáculo, que asombra y, a la vez, entretiene a la gente de la calle, mientras detrás del escenario, a oscuras y lejos del público, se manipulan los guiones según soplen los vientos. Ante tal situación, muchos españoles se han resignado, pensando que se trata de residuos pasajeros, escenas de carnaval y cuadros esperpénticos, reflejos de un pasado que todavía no se ha ido del todo. Así, ante cada uno de los últimos espectáculos, infames y grotescos, montados por el Gobierno, desde La Moncloa, un buen número de ciudadanos desvían la mirada hacia otras latitudes. Ilusionados con un ingenuo consuelo que, de momento, aplaza su ira, diciéndose: estos tristes espectáculos ya sólo pasan España. Afuera, en cambio, en Europa, por ejemplo, está la salvación, porque hay políticos para los que la palabra dignidad todavía significa algo. Pero, de repente, casi sin estar prevenidos para tan descomunal sorpresa, la confianza redentora en el exterior se ha esfumado. Y se perciben los mismo tristes espectáculos extendiéndose por doquier, escenificados en los mismos teatros que antes encarnaban nuestras esperanzas. Hay que admitir, pues, que Debord ha ganado la partida: tal como profetizó, ya todo el mundo es un espectáculo de humo preparado para embaucar a un público cada vez más dócil. Mires donde mires, no hay rincón geográfico que escape a este maleficio. Lo que era imposible de admitir ayer, se asume con naturalidad al día siguiente. Lo que parecía solo posible en España, también sube a los escenarios más exigentes de las democracias más arraigadas. Una vez desalojada de la vida pública la ética de las convicciones, las mejores carreras políticas las hacen actores sin principios, disfrazados de prestidigitadores, marionetas, equilibristas o saltimbanquis. Lo importante es que ilusionen, con su labia y buenas tablas, vendiendo bien su mercancía por perecedera que sea. El juego, tal como explicó Debord, consiste en ofrecer cada día un nuevo espectáculo antes que se descubra el truco del anterior, evitando así que se desvelen los verdaderos intereses de los que mueven la tramoya teatral.
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