Confabulario
Manuel Gregorio González
V aleriana
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C uando explico, a futuros periodistas y comunicadores, qué es la propaganda, a la mayoría le asoman sonrisas en las que se mezclan el escepticismo y la incredulidad a partes casi iguales. De entrada, la palabra les suena viejuna y lo es. Del latín, propagare, la puso en circulación en 1622 el Papa Gregorio XV al establecer la Sacra Congregatio de Propaganda Fide (Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe). Pero no sería hasta comienzos del siglo XX cuando un periodista, Walter Lippman, y un relaciones públicas, Edward Bernays, diseñaron una de las primeras campañas de propaganda moderna con la que consiguieron que los ciudadanos norteamericanos se mostraran a favor de la entrada de su país en la Primera Guerra Mundial. Con ella iniciaron el desarrollo moderno de una de las mejores prácticas para influir en una sociedad respecto a alguna causa, personaje público o posición ideológica, presentando – eso sí– solo parte de la verdad, y cuidando muy mucho de que ésta fuese repetida y difundida por los medios de comunicación, hasta obtener el resultado deseado. Lo que Lippman y Bernays diseñaron en la Primera Gran Guerra lo remataría, en la Segunda, un tipo maquiavélico al que cabe el dudoso honor de haber llevado la propaganda a cotas difícilmente superables: Joseph Goebbels. A este nazi, ministro de Instrucción Pública y Propaganda del Tercer Reich (1933-1945), le atribuyen los principios más famosos –y retorcidos– de la propaganda política, aunque me temo que se limitó a recopilar algunos ya existentes y a utilizarlos, con indudable maestría y óptimos resultados. Principios que han sido muy utilizados desde entonces, en especial por políticos y publicitarios de todo signo, y que hoy nos resultan especialmente reconocibles. Les subrayo dos, el denominado principio de vulgarización: toda propaganda debe adaptar su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea el público al que convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental que realicen, porque la capacidad receptiva del público es limitada, su comprensión escasa y olvida con facilidad; y el de orquestación: la propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas, presentadas desde diferentes perspectivas, pero siempre sobre el mismo concepto y repetirlas incansablemente, porque si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad. ¿Le suena todo esto? Debiera. La vieja propaganda está más viva que nunca. A mis alumnos les insisto: anden atentos, sean cautos y no se duerman, a ver si van a terminar como los camarones.
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