¿Quién tiene la culpa de que haya hambre en el mundo?

Tribuna de opinión

La solución está en una mejor distribución, en tener más sentido solidario

Una madre da el pecho a su hijo
Una madre da el pecho a su hijo / Save The Children

28 de julio 2024 - 06:57

Córdoba/La respuesta fácil es decir que la tiene Dios: si de verdad existe y es todopoderoso, ¿no podría hacer que cayera maná del cielo todos los días? Pues, efectivamente, cae todos los días, lo que pasa es que hay aprovechados que no dejan nada para lo demás.

¿Es verdad que no se puede alimentar a todo el mundo o hay comida de sobra si estuviera bien repartida? La IA responde lo siguiente: es una paradoja compleja. Aunque la producción mundial de alimentos es suficiente para nutrir a toda la población, el hambre persiste en algunas partes del mundo. Aquí hay algunas razones clave: desperdicio de alimentos. Cada año, aproximadamente un tercio de toda la comida se pierde; si recuperáramos solo el 25% de esa comida, podríamos alimentar a 870 millones de personas con hambre.

Además, la distribución es desigual: a pesar de la abundancia global, la distribución de alimentos no es equitativa. Algunas regiones sufren más que otras debido a conflictos, pobreza y falta de acceso a infraestructuras adecuadas. La solución está en una mejor distribución, en tener más sentido solidario, en darnos cuenta de que “sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social”, como dijo san Juan Pablo II recién elegido. No podemos vivir de espaldas a los demás. Los hombres formamos una gran familia, nadie nos puede ser ajeno.

Leemos en el libro de los Reyes: “En aquellos días, acaeció que un hombre de Baal Salisá vino trayendo al hombre de Dios primicias de pan, veinte panes de cebada y grano fresco en espiga. Dijo Eliseo: Dáselo a la gente y que coman. Su servidor respondió: ¿Cómo voy a poner esto delante de cien hombres?. Y él mandó: Dáselo a la gente y que coman, porque así dice el Señor, comerán y sobrará. Y lo puso ante ellos, comieron y aún sobró, conforme a la palabra del Señor".

También Jesús da de comer a multitudes hambrientas, pero, como sucede en el Antiguo Testamento, requiere que los hombres aporten lo que tienen. En una ocasión se sirvió de cinco panes y dos peces de un muchacho para dar de comer a miles de personas.

La sociedad occidental, la nuestra, vive un auténtico delirio consumista. Se podría decir que basamos la felicidad en la capacidad de consumir: a mayor poder adquisitivo, más felicidad. Y esto, en el fondo lo sabemos, es un error. Somos esclavos de la propaganda consumista. El grado de poder adquisitivo se ha convertido en un elemento de significación social. No nos valoramos por lo que somos sino por lo que podemos gastar. Compramos para mejorar la autoestima, para escalar en el grado de admiración, por rutina. Consumimos por enfermedad: por ansiedad.

La felicidad no la da el tener sino el ser. Puedo tener mucho y ser un desgraciado. El señorío de ser uno mismo, de ser libre, de poder estar por encima de lo que digan los demás, de las diversas situaciones en las que me puedo encontrar, de salud, edad, éxito… Saber quién soy, qué quiero y a dónde voy, es mucho más esencial que lo que pueda tener. Podemos caer en el engaño de buscar la autorrealización en el mundo de los deseos, de los sueños, de las quimeras, olvidando que la realidad, por dura que sea, es lo que hay y es lo mejor.

Hay una virtud preciosa y olvidada, la templanza. En mi tierra, para expresar que una persona es agraciada, guapa, se decía: ¡qué templado/a es! Da belleza, comedimiento, medida, continencia. Lo contrario es desenfreno, glotonería, lujuria, fealdad. Podemos crecer en este modo de vivir y podemos educar a los nuestros. Podemos descubrir su belleza.

Si vivimos con sobriedad, son señorío, tendremos paz, alegría, ánimo y estaremos en condiciones de hacer agradable esta virtud a los hijos. Les defenderemos de la trampa del consumismo. Es una batalla difícil de ganar; hay infinitos frentes adversos: la moda, los medios, los amigos… Pero nos jugamos nuestra felicidad y la de los nuestros. Nos jugamos nuestra fe. Las Bienaventuranzas tienen un común denominador en la templanza y sobriedad. La caridad, base de la vida cristiana, nos lleva a compartir, a dar, a estar pendientes de los demás.

No basta con el ejemplo para educar en este modo de vivir, hay que transmitir el sentido que tiene. Copio: “Hay que saber explicar, saber fomentar situaciones en las que puedan ejercer la virtud y, llegado el caso, saber oponerse -y pedir al Señor la fuerza para hacerlo- a los caprichos que el ambiente y los apetitos del niño -ciertamente naturales, pero mediados ya por una incipiente concupiscencia- reclaman”.

“Si la comida que sobra no se tira, sino que se utiliza para completar otros platos; si los padres no comen entre horas, o dejan que los demás repitan primero del postre que tanto éxito ha tenido, los chicos crecen considerando natural tal modo de proceder”. Además, tenemos el ejemplo de Jesús que hizo recoger las sobras en la multiplicación de los panes.

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