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Luis Sánchez-Moliní
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EL concepto machadiano de las dos Españas también es palpable en la fiesta de los toros. Va en el código genético de cada español. Está marcado en lo más profundo de nuestro ADN. Los españoles defendemos nuestra ideología y valores, enfrentándolos con los que abandera nuestro prójimo. Absolutistas o liberales. Isabelinos o carlistas. Monárquicos o republicanos. La España oficial y la España vital que dijera Ortega y Gasset. Siempre dos bandos, siempre dos tendencias. Siempre irreconciliables. Es parte de nuestra personal e intrínseca personalidad. Las cosas de los españoles. Por eso, la más identitaria de nuestras fiestas, los toros, también está marcada por esta bipolar característica.
La historia del toreo nos cuenta cómo siempre han existido dos bandos. Uno enfrente del otro. No podía ser de otra forma. Los de Pepe-Hillo o los de Pedro Romero. Los de Lagartijo o los de Frascuelo. Los de José o los de Juan. Los defensores de la ortodoxia y los valedores de la heterodoxia. Siempre ha sido así y lo seguirá siendo mientras permanezca viva esta liturgia épica de la tauromaquia. Y es que los taurinos, como españoles que somos, siempre andaremos unos contra otros.
En los últimos tiempos y posiblemente ocasionado por la grave crisis que atraviesa la cabaña brava han surgido dos nuevos bandos. Siempre existieron los toristas, los defensores del toro a toda ultranza. Frente de éstos los toreristas, admiradores del hacer de los espadas, mediáticos o no, a los que el toro importa poco, o lo ven como algo secundario. Es obvio que cada cual arrima el ascua a su sardina. Lo válido para unos no sirve para los otros. Lo que es evolución para unos es para otros lo contrario, una involución arcaica hacia una fiesta caduca, salvaje y cruel.
Cada bando, como en todo en esta vida, tiene sus voceros o exegetas oficiales. Existe cierto sector de la prensa, plegada a los intereses del sistema, que defiende el toro que sale tarde tras tarde en los cosos. Es el toro pensado y seleccionado para el lucimiento del torero de turno. Un toro con unos parámetros muy alejados de lo que debe de ser un animal agreste y salvaje. Un toro que importa poco. Un toro que es obviado a toda costa, salvo cuando se le es perdonada la vida, costumbre que se va extendiendo como mancha de aceite. Poco importa la homogeneización de la cabaña brava por la sangre forjada por la familia Domecq. Poco importan las demás sangres, distintas a la actualmente imperante, y a las que estos tratadistas, cronistas, estadistas e informadores envían a los mataderos sin sopesar lo que significaría la perdida de las mismas.
Por otro lado, otro sector, condena de forma tajante el toro que propugnan los primeros. Lo acusan de ser al antitoro, un animal domesticado para lucimiento del torero y menor riesgo para éste. Un animal al que hay que desterrar de las plazas para regeneración de la fiesta. Amantes de sangres minoritarias hoy, pero que sin lugar a dudas tuvieron momentos de gloria y cuya presencia enriquece el patrimonio ganadero. Son ganaderías de camadas cortas. Ganaderías que se sustentan en el mercado francés y en plazas donde el toro, como debiera de ser en todas, es pilar fundamental de la corrida. Ganaderías que son consideradas por los del bando contrario como no aptas para el toreo de hoy.
Así está el patio. Pero ni unos, ni otros, ninguno tiene razón. Está claro que la sangre proveniente de Parladé-Tamarón-Domecq es mayoritaria hoy en los campos y dehesas. Es cierto que es la que más se requiere por los espadas de relumbrón y que, al día de hoy, es la culpable de la falta de emociones épicas en nuestras plazas. Pero que quede claro, no hay que desear su exterminio o desaparición, como recientemente se ha leído en una crónica firmada por un reputado crítico en un medio nacional. Todo lo que sea solicitar un exterminio es un error de bulto.
El problema de la cabaña brava y del toro de hoy radica en la selección. No es su origen, ni tampoco su sangre. Es la mano del hombre, y también sus criterios, la que ha llevado al toro a tocar fondo. La selección se ha ido modificando con el paso del tiempo. No se escoge en los tentaderos para el gusto de los públicos, cada vez menos exigentes. Tampoco, en muchas ocasiones, a gusto del ganadero, que solo trata de dar salida y vender sus productos. Se selecciona a gusto del torero y de sus mentores. No hay que llamar sino a la cordura de volver a una selección acertada y pensada para dinamizar una fiesta cada vez menos dinámica. Todo lo que no sea así es ir contra la realidad.
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