La Gloria de San Agustín
Rafalete ·
El frío de fuera
SEPAN cuantos este escrito leyeren que el mismo no está redactado para molestar a nadie. Está escrito desde el respeto hacía la fiesta de los toros y también hacía todos aquellos que forman parte de ella. Ese respeto también lo es para los que tengan una opinión distante, o distinta, de lo que se expresa en el mismo. Lo escrito en estas líneas es una opinión personal, libre y meditada. Una opinión acorde a mi forma de ver esta fiesta tan nuestra como son los toros. Una opinión que en estos tiempos que vivimos pueda no tener vigencia para algunos, pero que es la que es, y que se ajusta a lo que siempre fue, y debe de ser, el toreo.
La corrida de toros celebrada el sábado de feria está trayendo cola. Y digo la corrida porque muchos, para bien o para mal, solo hablan de la faena de Finito de Córdoba al cuarto de la tarde, cuando por la mañana hubo momentos de mucha tensión. Una faena que caminaba para la historia, pero que a la postre solo ha traído discordia y polémica entre la afición cordobesa que, por otra parte, y viendo posturas y comentarios, queda en evidencia de forma notoria. La faena fue la que fue. Una buena faena, sublime en algunos pasajes, que hubiera supuesto un triunfo sin discusión y que hubiera permitido a su artífice, un Finito asolerado por el paso de los años, un reconocimiento pleno cuando está muy próximo a celebrar sus bodas de plata como matador de toros.
Pero Finito se traicionó a sí mismo. Mediada la faena comenzó a demandar, de forma descarada, el perdón de la vida para su oponente. Sabedor de sus dotes de persuasión en estos casos -Córdoba lo había vivido ya en dos ocasiones precedentes-, provocó a un público fácil, obnubilado ante algo hermoso y exaltadamente bello, para conseguir algo que debe de ser extraordinario, y que hoy se ha convertido en algo liviano e insustancial. El público, su público, aquel que desconoce la forma y la norma, aquel que solo tiene ojos para su consentido, se dejó arrastrar por la euforia y lo excelso se convirtió en un suceso donde la irrespetuosidad se fue adueñando de todo. El indulto debe de ser algo extraordinario. Es una gracia donde se debe de premiar la bravura íntegra de un animal en los tres tercios de la lidia.
El toro en cuestión, justo ya de presencia para una plaza de primera, no fue el toro perfecto. Fue, eso sí, un toro noble que brindó un tercio final largo de más a menos. Fue un animal que se repuchó y dolió en el segundo encuentro con el caballo, pero que luego un torero, a base de técnica y oficio, sacó todo lo que llevaba dentro y pareció ser mejor de lo que realmente fue. Un toro de hoy. Un toro normal. Un ser incompleto para la lidia plena y dinámica.
La presidencia, con buen criterio, legislación en mano y alejada de presiones, optó por no conceder la gracia mayoritariamente, y equivocadamente, solicitada. Las indicaciones al matador eran claras. El animal tenía que cumplir el papel para lo que fue criado y que no era otro que morir en el ruedo. El tiempo se fue cumpliendo y el tercer aviso difuminaba todo. Lo que pudo ser histórico quedo nublado por la sinrazón, la soberbia y el desacato. Una vez más se faltó el respeto a la norma, y con ello a la fiesta que por ella se regula, y una estocada fuera de tiempo, pese a las advertencias de los que de verdad velan por el toreo, puso una rúbrica a algo que caminaba hacia la gloria y que finalmente quedo embarrado. Porque no cabe duda que quienes velan por la fiesta son los que menos intereses en ella tienen. Ya por la mañana fueron humillados cuando se les ninguneó de forma ultrajante. Su afición y su amor por Córdoba, a la que se le faltó el respeto por los tramoyistas del sistema actual, no les permitieron dejar la feria sin un festejo y provocar un escándalo que dañase la ya muy deteriorada imagen de esta ciudad que vive un complejo momento.
El sistema campa a sus anchas ninguneando, amenazando e imponiendo su ley. Esa que le facilita caminar hacia una fiesta falsa, carente de valores y emoción. Personajes del lumpen, siniestros y que suponen el verdadero peligro vital para una fiesta a la que despojan de toda su verdad. Son el mal que debe de ser denunciado, extirpado y expulsado de la trastienda de la fiesta. El daño que están haciendo es muy grande y de irreparables consecuencias.
Mientras tanto, la polémica crece. Los fallos de algunos jurados hieren las susceptibilidades de unos y de otros. Me alineo con aquellos que no están premiando un suceso al que faltó rematarlo como hubiera merecido; eso sí, en su tiempo reglamentario. Premiar algo que está fuera de la norma es contradictorio y a todas luces ilógico. Estos premios no dejan de ser nada más que un reconocimiento arbitrario y en ocasiones obediente a criterios políticos o comerciales. Nadie está conforme con los fallos de cada jurado. Estos están compuestos en muchas ocasiones por seres que creen pontificar sobre la materia sin el mínimo conocimiento de ella. También por personas que acusan una parcialidad de forma manifiesta convirtiéndose en voceros, palmeros y aduladores de quien se salta el reglamento, anteponiendo todo al cumplimiento de éste. Por eso estos premios cada vez tienen menos interés. Al final, cuando son entregados, acaban en una vitrina patinados por el polvo. El torero y el toreo eterno donde deben de alcanzar su gloria debe de ser en la arena. Eso sí, siempre que no aparezca la tentación de burlar la ley y cambiar la gloria de lo excelso por la penumbra del purgatorio del olvido.
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