Los nuevos tiempos
Turrón deconstruido
Recuerdo, por ejemplo, el día de la bicicleta, aquella primera GAC roja, fea si podía serlo incluso para esos otros tiempos. Mi GAC era, sin duda, chula, pero bonita, lo que se dice bonita, no lo era. Los Reyes decidieron que la GAC roja fuera plegable, con un mecanismo en el centro del cuerpo de la bici, duro como un cuerno, muy útil para meterla en el maletero del R12 blanco de mi padre. Sacarla de allí, pasear y caerse era todo en uno.
Recuerdo también el año del teclado. Debieron suponer los Reyes que canturrear de vez en cuando (es verdad que cantaba y, al menos, por cantidad, con cierto éxito) me convertía, casi automáticamente, en una caja de música. Como si la habilidad con la voz, más o menos contrastada, supusiera alguna garantía para servir en otro instrumento. El teclado era consecuencia del trabajo esforzado de mi maestro de piano, Antonio, que se unió temporalmente, aunque con poco contacto, a mi maestro definitivo de música y canto, Don Rogelio. Antonio intentó disciplinar mis torpes dedos porretudos para lograr un sonido decente, coherente con partituras escritas. En el momento álgido de mi intento, los Reyes contribuyeron con un teclado Technics, con el que Antonio seguro tuvo mucho que ver, porque los ensayos en la antigua Melody siempre eran en y entre esos teclados.
Recuerdo el año reciente, ya de mayor, del saxofón. Un pequeño saxo tenor desmontable, maravilla de la técnica, con sus partes de poliuretano negras y verdes que ensamblan a la perfección. Incluí durante años el saxo en mi carta de adulto. No debí aprender la lección del teclado ni tengo una excusa plausible, porque en mi vida, hasta entonces, había tocado jamás el saxo. El caso es que mi insistencia repetida, y la oportunidad económica de que saliera al mercado ese tipo de saxo principiante, convenció a sus Majestades. Y ahí está el saxo. Y el tío.
Entre medias, sin ningún género de duda, montones de libros (mucha novela histórica, mucho ensayo político, alguna fricada de argumentación), plumas elegantes (de todo ha habido, pero me reconozco muy fan clásico de Waterman y curioso, y agradecido, investigador con Faber Castell), billeteras (patrimonio casi exclusivo de la carta que escribe mi suegra), bufandas (socorrida apuesta desesperada), calcetines, por supuesto (antes, negros y tristes; hoy coloridos y retadores) y cuadernos Moleskine (o de ese tipo, que con el tiempo aprendo a perder esnobismo, aunque sea muy a mi pesar).
Los Reyes saben más. Ni soy ciclista, ni pianista, ni, aunque todavía peleo, saxofonista. Leer, sí leo. Igual escribo. Poco dinero, pero ordenado en la cartera. Me abrigo el cuello en invierno. Los pies son ya una de mis pocas rebeldías. Y, sí, el segundo y tercer cajón del escritorio acogen decenas de cuadernos numerados. Es decir, a pesar de sus intenciones, éxito dispar. Poco importa. Insisten en ilusionar, que de eso va esto. Y por eso mola.
Queridos Reyes: insistid. Feliz ilusión.
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