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El mundo de ayer
Sir Ian Mckellen contó que su tutor en Cambridge, que estuvo preso en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, se mantuvo cuerdo a base de repetir en su cabeza los versos que había aprendido de niño. Algo parecido hizo Imre Kertész, no sé si con versos o con cortas letanías, para sobrevivir a los duros trabajos a los que fue sometido en los campos nazis. Si Atenea salió de una cabeza, ellos se metieron en la suya.
En esos versos cuyo único sentido era ser dichos sin cesar, la infancia y la vida encontraban su espejo. El cerebro bebe una vida y luego la destila, y con ella crea también otras vidas hechas de imaginación y recuerdo.
Tal vez el gran misterio del cine es la transformación de la realidad, sin otros ropajes, en otra realidad. Un lugar real se convierte en un lugar imaginado, y una mujer que es actriz y que tiene cosas en las que pensar y que hacer, por medio de la cámara y de ciertos gestos y palabras, se convierte en otra mujer, alguien que existe en nuestra cabeza y que, cuando dejemos de mirarla, seguirá ahí para siempre, con un nombre y una vida que no son los suyos, o tal vez lo son en parte. La cámara, como un punzón, graba en todos nosotros un mismo paisaje.
La lectura, en cambio, sólo ofrece rasguños negros con los que elevar un mundo, y por ello nos convierte en arquitectos puros. No vemos nada, y tenemos que invocar a nuestra imaginación y nuestro recuerdo. En cierto modo, cuando leemos la palabra colegio vemos nuestro colegio.
Mi imaginación tiene algunas reglas de este estilo, una especie de arquitectura de sueños en la que no he participado y que parece inevitable. Y en sus decorados inmóviles distintos personajes y tiempos y mundos se despliegan. Por ejemplo, por el mismo vestíbulo encajonado y la misma escalera abalaustrada y el mismo pasillo estrecho han caminado los personajes de Los muertos, de Joyce, o los visitantes de la casa en la que trabaja Brooksmith, el mayordomo del cuento de Henry James, y en ese mismo lugar he visto abrirse la puerta de golpe, azotada por el viento frío y la nieve, mientras dentro, en los amplios y secretos salones, brindan o juegan a las cartas y Natasha Rostova se prepara para bailar por primera vez en sociedad.
No existieron ni, de haberlo hecho, habrían coincidido en el tiempo y el espacio, pero existen y coinciden sin saberlo en mi cabeza de lector, en un ensueño al que toda lectura convoca, al modo en que Shakespeare dijo del objeto de su amor: “So long as men can breathe or eyes can see, / So long lives this, and this gives life to thee”.
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