El balcón
Ignacio Martínez
Motos, se pica
La tribuna
HAY sonidos en los que podemos confiar y en los que confiamos. En la última jornada de Cosmopoética, la poeta irlandesa Moya Cannon reflexionaba durante su recital sobre esos sonidos que nos acompañan a lo largo de nuestra vida, que no nos detenemos un instante a reconocerlos, a disfrutarlos, a nombrarlos, y que aún así nos son fundamentales. Nuestra vida no sería la misma sin ellos, aunque los escuchemos sin prestarles la menor atención. El sonido del llanto de un bebé en la madrugada, el sonido del agua que fluye, en una fuente, en un río, de un grifo, el sonido de los pájaros en los árboles, el crujiente sonido de las hojas bajo nuestros pies, especialmente ahora en otoño. Sonidos en los que confiamos. Podríamos establecer un mapa sonoro de todos esos sonidos que nos acompañan y a los que no prestamos atención. Están ahí, conviven con nosotros, forman parte de nuestros días, de nuestras horas, en cierto modo nos definen, formando parte del decorado en el que interpretamos nuestro paso por este mundo. Con frecuencia, ahora más que nunca, confundimos el ruido con el sonido. Es más, llegamos a considerar el sonido, el que nos molesta, el que no entendemos, como ruido, pero es sonido, el sonido de nuestros días. Vivimos en un tiempo ruidoso, mucho ruido, pero mucho de ese ruido es el sonido de este tiempo que nos ha tocado. Sí, es el sonido, aunque no queramos reconocerlo como tal.
Desde esta misma semana, gracias a las nuevas tecnologías, podemos escuchar el sonido de algunos de los supervivientes en el campo de concentración de Auschwitz. Un material excepcional, recopilado por el juez responsable de la causa, que ahora está a disposición de todo aquel que desee escucharlo. El metódico y calculado exterminio nazi, que se cebó especialmente con el pueblo judío, fue un sonido de su tiempo. El relato descarnado del horror. Un sonido ingrato, desolador, nauseabundo, que muy pocos quisieron escuchar. El sonido de los desaparecidos en Argentina, en Chile y, también aquí, en España. Un sonido molesto que para muchos era -y sigue siendo- un cansino pitido en los oídos. Y no, no era ruido, era sonido. Como tampoco fue ruido el sonido procedente de Vietnam, Guatemala, Sudáfrica, Irán o Libia. El sonido terrible y grotesco de las mujeres que padecen la violencia de género, el sonido de sus gritos se confunde con el crepitar de los golpes, de los insultos. El sonido de los que sufren el rechazo, la marginación, la exclusión por cualquier motivo inexplicable, simplemente por ser un sonido diferente. El siempre punzante sonido de los que sufren, en demasiadas ocasiones tan cerca de nosotros, se instala en nuestros oídos, nos acostumbramos y lo aceptamos como algo natural. Llega un momento en el que lo dejamos de calificar como ruido, ni tan siquiera eso. Nos deja de molestar, sí, se instala en la rutina, como esos sonidos que enumeraba Moya Cannon: el crujido de las hojas, el llanto de un recién nacido, el placentero viaje del agua, los pájaros en los árboles. Cuando ese momento llega, cuando la sordera nos envuelve, dejamos de lado buena parte de los fundamentos sobre los que se debe definir la sociedad.
El mar no nos ha dejado escuchar el sonido real, ese instante trágico, de los fallecidos antes de alcanzar la costa de Lampedusa. Sí, lo sucedido en Lampedusa también forma parte del sonido de nuestros días, aunque nos empeñemos en no escucharlo o en querer encuadrarlo dentro del siempre recurrente catálogo de los ruidos. Lampedusa contradice a la poeta, o, peor aún, construye nuevos versos, hay sonidos en los que 'no' podemos confiar y en los que confiamos. El silencioso sonido de Lampedusa tendríamos que haberlo transformado en un huracanado y atronador grito unánime, un sonido colectivo, pero no. Contemplamos estupefactos, nuevamente, como las altas estancias europeas y mundiales se entregan a ese sonido, soniquete, que nos traslada a las cajas registradoras, al corrincheo de las bolsas, al frío sonido de los números. Preferimos mantenernos instalados en este sonido brumoso que creemos protector, sin tener en cuenta que tal vez mañana, nosotros mismos, podamos formar parte de ese sonido que esconde el silencio.
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