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Ignacio F. Garmendia
Un drama
Palabras prestadas
ANTONIO Agudelo pertenece a una especie en vías de extinción. Es un animal hecho para y por la poesía. Desde su más tierna infancia se inclinó por este ejercicio que sería inútil sino fuera por estas pequeñas satisfacciones diarias: la de reconocerse en un poema, la de encontrar un oído cómplice, la de ser y estar unidos en la palabra. Esa invitación a la amistad que es la poesía la encontré muy joven con Antonio Agudelo, que entonces, hace más de veinte años apuraba las últimas asignaturas de Energía Solar en la Universidad Laboral. En ese final de década de los ochenta yo empezaba a poner en claro mis poemas y pronto encontré su compañía en esas lentas tardes de Cernuda y té moruno.
Creo que, en el fondo, yo no sería poeta si no fuera por Antonio y su entusiasmo. Nos prometíamos mutuamente la ebullición compartida, el extraer de la naturaleza, la suya tan distinta a la mía, aquellos sonidos que le dieran sentido a las cosas. Él rebuscaba los iconos de una infancia de aromas a flores y a inocencia, en esa brutal primavera de Villaviciosa, donde la vegetación apenas está domesticada por el hombre. En ese territorio virgen, en ese paraíso, Antonio fundó su mitomanía, no desde una mirada rural, sino puramente agreste, donde el ser humano se incorpora como uno más en la maleza. Y yo, que ya tenía la ciudad a cuestas, intentaba dialogar desde la avenida Conde de Vallellano.
Pero Antonio tenía que viajar, porque el poeta, sobre todo, es un investigador de la realidad, alguien que se asoma sin miedo a los abismos. Y cogió un autobús y se marchó a levante, no sin antes consignarme, como un tesoro, sus poemas. "Guárdalos bien por si me pasa algo". Fue un tiempo, para Antonio, de continua mudanza, en el más estricto sentido de la palabra mudanza. Madrid, Barcelona, y sobre todo Ibiza. Una isla que nos invitaba a descubrir en invierno, lejos de la invasión del turismo, donde él pudo hacer posible una de sus máximas: trabajar para poder escribir. Dedicaba una parte del año a ser esclavo de la hostelería para poder tener el resto del año para su máxima aspiración en la vida: escribir. Pocas vidas conozco yo tan sacrificadas hacia este único deseo, intransferible. Más allá de glorias pasajeras o de ínfulas de éxito: escribir porque esto es lo que te salva.
La vida de Antonio Agudelo ha sido azarosa, y no siempre fácil. No se queja de la vida, pero rara vez le ha regalado un caramelo. Ni siquiera en la poesía, donde ha visto pasar los trenes que otros tomaban en marcha mientras él se quedaba en tierra. Sus poemas se quedaban en las regiones oscuras de los amigos cómplices, y no ha sido hasta ahora, veinticinco años después de su primer poema, cuando ha saltado al ruedo del papel impreso. Y lo ha hecho con un libro de título tan acertado como inquietante, El Sueño de Ibiza. Detrás de ese título no sólo hay una vida lentamente destilada en metáfora; hay sobre todo un desvelo convertido en metáfora, la cristalización de esa simbiosis entre niño, hombre y naturaleza salvaje. En el fondo, después de idas y venidas, de conocer la ciudad, las islas y el destierro perseguido, lo que queda son los recuerdos más íntimos, la memoria primigenia de ese niño que miraba con ojos nuevos la maravilla de una mariposa que se posa en la flor. Es el magma de Verónica, uno de sus poemas más hermosos.
Pero no sólo es ese viaje en la memoria fértil de la infancia. También está el rescoldo cercano de lo vivido, las cenizas recientes de un ser humano, ciudadano, que transita y pacta con sus propias heridas. Son sueños, pero también los despertares de esa idea de Ibiza, fugitiva y brillante, que tiene una sombra a veces terrible. Todo ese material acarrea este libro sutil y a la vez extraño, fértil y a la vez amargo, que nos muestra sobre todo a un poeta que ha dado su vida por la poesía, que la quiere por encima de todos las cosas. Alguien que ama así la poesía merece ser leído.
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