La esquina
José Aguilar
Un fiscal bajo sospecha
Yo no había nacido en octubre del 74 cuando se celebró el congreso del PSOE en Suresnes. Franco no había muerto tampoco y, aunque la biología se apresurara a hacer su trabajo, en tiempo de agónico descuento, nadie en el país suponía que los años siguientes fueran a traer la democracia de la manera en que ocurrió ni con los protagonistas que la lideraron.
Hay momentos singulares en la historia de algunas organizaciones que pasan después a ser parte de la historia de un país por pura casualidad, porque la historia global utiliza ese momento, entonces importante si acaso en el consumo interno, para ponerle principio a las figuras que luego fueron determinantes. A datos vistos, todos listos. Cuando ocurre no es tan relevante como se ve después. Eso pasa con Suresnes y eso pasa con Felipe. En 1974, Felipe González Márquez, Isidoro de nombre clandestino para proteger su identidad real en los dominios de la dictadura (cosa bastante inútil, porque desde el 69, y especialmente, desde el 72, el régimen ya lo controlaba, retirada de pasaporte incluida), fue elegido primer secretario del Partido Socialista Obrero Español. Hasta entonces, la dirección política del PSOE la tenían los militantes exiliados, Llopis a la cabeza, ya por esa fecha próximos a ser solo un gobierno interno gerontocrático, estirando al máximo la legitimidad moral republicana. No parecería justo decir que Felipe no era nadie, porque no sería verdad (dentro del juego de poder del PSOE tenía sus cartas, sus valedores y sus opciones, que a la postre le procuraron el poder interno), pero dentro de España, salvo en la Puerta del Sol y sus antenas repartidas en el país, no lo conocía ni el tato. Si en 1974, tras ser elegido primer secretario del PSOE, se hubiera preguntado por él en cualquier sitio, incluso combativo contra la dictadura, nadie habría apostado por que llegara a ser el presidente que consolidó la transición democrática y el gran modernizador del país. Pero lo fue. Y estoy seguro de que muchos delegados de aquel congreso histórico, a posteriori, intuyeron que el futuro democrático del país quizás pasara por aquel joven abogado andaluz. La política, dice Felipe, es la capacidad de anticipar el futuro. Y tanto.
No engaño a nadie si me reconozco, otra vez, y no sé cuántas se contarán, felipista. Hasta las trancas. He aprendido, desde luego, a desprenderme de etiquetas, de bandos, de carnets, y hasta de mis propias cadaunadas, para elegir, no obstante, la etiqueta, el bando y el carnet que me salga de las narices, si es que me sale. Esta me sale. Y, ahora, cuando Felipe es un tipo de 82 años (balance vivo de todo lo mucho hecho) que sigue teniendo la cabeza en su sitio y el verbo en la vanguardia, no está de moda, porque es un viejo y lo que dice retumba, o debería.
Yo me quedo con el viejo que retumba. Es posible que el futuro nos depare algún día otro Suresnes, ojalá, pero en estos 50 años solo ha habido uno. Y fue el de Felipe.
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