¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
¿Dónde está la ultraderecha?
EL ser humano no puede vivir sin recuerdos. El pasado se hace presente en la memoria. Unos recuerdos que en muchas ocasiones, casi siempre, vienen aparejado con la nostalgia. Esa que se fue para no regresar jamás, aquella que añoramos en exceso. Muchas veces los recuerdos más evocados se retrotraen a nuestra infancia. Recordamos nítidamente aromas, sabores, colores, sensaciones que nos marcaron los primeros años de nuestras vidas. ¿Quién no recuerda en estas fechas, aquellas vacaciones aderezadas con enormes tazones de Cola-Cao con grumos imposibles de disolver en leche fría? ¿O tal vez aquellos polos de hielo que perdían sus vivos colores mientras eran saboreados con ansia infantil?. ¿O el aroma a jazmín o dama de noche en aquellas veladas a la luz de la luna, una vez que el calor remitía en esta Córdoba callada y sola? Son retazos de nuestras vidas que permanecen en nuestra memoria y que reviven cuando menos los esperamos.
Los aficionados a los toros también tenemos recuerdos. Muchos. Algunos de aquellos años en los que nos comenzábamos a forjar como personas. Sensaciones éstas que también están relacionadas con el noble arte del toreo. Los niños de hace casi medio siglo crecimos conviviendo con la liturgia de la tauromaquia, sin complejos, sin trabas y sobre todo de la mano de nuestros mayores. Vivíamos los toros como algo normal. En algunos prendió la llama de la afición que nos fue inculcada, tan fuerte que hoy aún seguimos añorando los recuerdos de aquella época.
El toreo era, lo sigue siendo digan lo que digan, un espectáculo de masas. No existía la diversidad de ocio actual, por lo que cualquier entretenimiento donde el toro era protagonista era un reclamo para los españoles de aquella España en desarrollo. Pasada la feria, el coso califal, entonces conocido como de La Marquesa, o Ciudad Jardín, era marco para las clásicas nocturnas. Novilladas sin picadores donde avezados jóvenes probaban fortuna en el arte de Cúchares buscando fama, dinero y gloria. Eran noches divertidas motivadas por los revolcones sufridos por aquellos aspirantes a torero, que carecían, la mayoría de las veces, de los fundamentos básicos para enfrentarse a una res de casta. Hoy la técnica adquirida en las escuelas taurinas ha hecho que los aspirantes anden con los novillos sin alma y sobrados de oficio. Atrás quedaron aquellas noches de verano, entre chufas y altramuces fríos en las que el sorteo del Vespino ponía punto y final a muchas veladas de los meses estivales.
Si aquellas novilladas son recordadas con nostalgia, hay algo que se añora aún con más fuerza. Las novilladas para noveles, con menos predicamento, aún continúan, pero hay algo que está próximo a desaparecer si el planeta de los toros no pone remedio, aunque parece que ya es tarde. Otro tipo de espectáculos, como eran los cómicos taurinos, formaban parte de nuestras distracciones infantiles, por lo que todos los años los esperábamos con enorme expectación. Espectáculos taurinos que tenían origen en las mojigangas decimonónicas y que luego, ya en el siglo XX, Llapisera y su botones fueron depurando hasta hacer de ellas un espectáculo que tuvo gran predicamento, y del que, en su denominada parte seria, se forjaron gran cantidad de muchachos que con trabajo y constancia alcanzaron la gloria en el mundo del toro. Este tipo de festejos se convirtió con el tiempo en un clásico de nuestras plazas.
Tras Llapisera y tras la guerra, llegó una figura pintoresca. Era un bombero grandullón y con un poblado bigote, que hizo las delicias de pequeños y mayores. Pablo Celis se inventó, inspirado en los bomberos de guardia de los teatros, aquel personaje, que además supo rodearse de fenomenales profesionales como el genial Arévalo, o Manolín, y qué decir de los famosos enanitos toreros. El espectáculo cómico era una garantía para las empresas. El éxito de taquilla estaba asegurado y hay quien afirma que el Bombero Torero salvó más de una feria que hubiera sido deficitaria sin su presencia.
No solo fue el espectáculo de Pablo Celis. También otros como el Empastre, o los que comandaban el Toronto, o el Chino Torero, también tuvieron fama y aseguraban el éxito en las plazas donde actuaban. Hoy prácticamente han desaparecido. Las empresas declinan de su contratación y apuestan por otros festejos más baratos, pero con menos romanticismo, como pueden ser descafeinados festejos de recortes y ese engendro que llaman el Gran Prix.
Los toreros cómicos y los pequeños solo permanecen en nuestro recuerdo. Pablo Berger en su película Blancanieves los homenajea de forma justa y a la vez magistral. El cineasta ha sabido buscar en los rostros de los toreros bufos, una mirada nostálgica y llena de tristeza, lo mismo que Diego de Velázquez hizo con don Sebastián de Morra. Esperemos que dentro de poco el toreo cómico no sea sólo un recuerdo y que entre todos lo saquemos del ostracismo donde lo políticamente correcto y, una vez más, el sistema que maneja la fiesta lo tienen desterrado.
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