El balcón
Ignacio Martínez
Motos, se pica
La tribuna
EN la despedida, después de expulsar todos esos reproches que ella nunca hubiera podido imaginar, X le dijo que su nombre sería conocido en todo el mundo, que todos hablarían de él en el futuro. Ella lo contempló desde la distancia de las emociones, como si se encontrase ante un hombre que le era desconocido, y no le prestó atención a sus palabras. No intentó nunca X sincerarse de ese modo, abrir las puertas del laberinto interior, en la consulta del psicólogo. Como tampoco le contó a sus compañeros de trabajo que estaba recibiendo tratamiento psicológico o qué le sucedía realmente. No le fue difícil mantener el camuflaje, acostumbrado desde la infancia, X ofreció su particular versión de los hechos. Necesitaba X seguir siendo un auténtico desconocido, que nadie supiera lo que pululaba en su interior; temía mostrarse, exponer su verdadera identidad, consciente de que nadie lo podría entender. Nada que reprochar, él mismo no se entendía, no se reconocía cuando enfrentaba su rostro ante el espejo. X no ideó su final en un momento concreto, no puede señalarse una fecha en el calendario. Como las olas que erosionan las rocas del acantilado, sucedió, sin más. Una mañana, varios días después de comenzar su baja por enfermedad, buscó en Google los mecanismos de seguridad de la puerta de la cabina del avión, en qué consistían, cómo accionarlos manualmente, con el único objetivo de convertirlos en sus aliados. Señaló en el mapa el lugar idóneo: Los Alpes. Definido el plan, seguro de los pasos a dar, que había ensayado en decenas de ocasiones, cuando se encontraba solo en la cabina del avión, antes o después de un nuevo vuelo, buscó el momento para llevarlo a cabo.
Con la paciencia del relojero que se enfrenta a cien diminutas piezas dispersas sobre la mesa, X esperó que llegara ese momento tan deseado. Pasaron varios meses, el corazón le latía fuerte cuando el avión sobrevolaba Los Alpes y el comandante de turno no abandonaba la cabina. Domesticó su ansiedad, nunca ofreció el menor gesto externo que lo delatara, ni una sola grieta en la máscara que tantos años le había costado fabricar. Pero por fin llegó el día, su gran momento, lo supo cuando se contempló en el espejo y descubrió en sus ojos un brillo desconocido. 24 de marzo de 2015. El avión, un Airbus 320, tras despegar del aeropuerto de Barcelona, sobrevuela territorio francés, y comienza a preparar su aterrizaje en Düsseldorf. El comandante le indica a X que tome el control del aparato durante unos minutos, que debe ir al aseo. X apenas musita unas palabras dispersas, casi sin sentido y, nada más abandonar el comandante la cabina, activa el bloqueo interior de la puerta de acceso. Prosigue con el plan ideado durante meses sin mostrar ningún síntoma de nerviosismo o ansiedad, desactiva el piloto automático y comienza a descender, premeditadamente. La torre de control percibe de inmediato la incidencia y se pone en contacto con la nave, pero nadie atiende su llamada. El comandante trata de acceder en vano a la cabina, la puerta ha sido bloqueada por dentro y no le sirve de nada introducir el código de seguridad.
El resto de tripulación y los pasajeros que ocupan los primeros asientos, comienzan a percibir que algo extraño sucede. El nerviosismo se expande como una epidemia instantánea. Un par de minutos después, todo el pasaje es consciente del evidente y veloz descenso de altura. Comienzan los primeros gritos y llantos; el comandante, tras intentar acceder al interior de la cabina inútilmente, comienza a golpear la puerta con un hacha. X escucha los golpes metálicos a su espalda, sin apartar las manos del timón, e incrementando la velocidad del Airbus. Atraviesa un bosque de nubes grisáceas, que le procuran una paz jamás sentida: intuye un final inminente. Los gritos de los pasajeros se imponen a los golpes del comandante, concibiendo la definición más exacta del terror, del miedo. Tras golpear el ala derecha de la nave con el pico de una montaña, en un segundo final con la apariencia de una eternidad, puede verse reflejado, a modo de espejo, en el cristal delantero. Por fin, después de tanto tiempo de intentarlo, ha logrado reconocerse.
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