El último gitano

16 de enero 2020 - 02:40

Me cuentan que Pedro se ha ido, que el último gitano ha partido casi sin despedirse con toda esa su tranquilidad del mundo hacia la eternidad, una tranquilidad que siempre llevó por bandera calé. Me lo cuentan y me viene a la cabeza esa forma de ser suya muy en el filo de esa línea en la que la dejadez se torna bohemiez, lo recuerdo -aunque hace bastantes años que no lo veo- con esa humilde esencia suya que apenas le dejaba rechistar cuando se dirigía a los demás, con esa característica melena de larga cabellera negra anclada en la década de los 70 -esa de los patillones y de los pantalones de campana- y que le proporcionaba un cierto look más mezcla de sioux y apache que romaní. Lo recuerdo muy fiel a sus principios, muy fiel a sus amigos y a sus raíces, unos principios que lo convirtieron en el último gitano en un pueblo de Los Pedroches, un pueblo que se resistió a abandonar cuando le ofrecieron el oro y el moro en forma de vivienda y otros servicios en otro pueblo vecino. Prefirió quedarse en casa a acompañar a todos los de su etnia de la comarca -algunos que otros familiares suyos- que se trasladaron a vivir a ese otro municipio atraídos por el sonar de la flauta de la prosperidad que -cual flautista de Hamelín- hizo sonar el Ayuntamiento de ese otro municipio. Una prosperidad que, según las malas lenguas, tenía como contrapartida el voto de gatillo fácil, elección tras elección y hacia un determinado partido, de esos residentes de sangre de antepasado zíngaro, algo que él no abrazó.

Me cuentan que Pedro se ha ido y me lo imagino en ese Cielo pidiéndole a otro Pedro -El Rastrojo-, un paisano suyo que marchó algunos años antes que él, que le dedique una seguidiya o una bulería, una de esas que el cantaor aficionado -cuyo arte muchos profesionales envidiarían- bordaba intentando parecerse en el purismo flamenco al dios Camarón, aunque guardando las distancias con respecto al del San Fernando, claro -ya que para él José Monge siempre fueron palabras mayores-. Conociendo a El Rastrojo, seguro que preferiría arrancarse por alegrías para recibir a Pedro en la eternidad con una copita del mejor fino de denominación de origen, ese que a Pedro tanto le gustaba compartir entre cubata y cubata hace décadas con su gran amigo Paco, con quien seguro que ya está de bar en bar en ese Cielo que, aunque cada día nos levantamos insistiéndole a la vida que puede esperar, nadie sabe cuando se va a convertir en su nuevo mundo, en ese mundo en el que, como rezaba Albert Hammond, en vez de infierno esperemos encontrar gloria. Me cuentan que Pedro se ha ido y pienso que cuando vuelva a su pueblo me parecerá ver al último gitano, como me parece ver a tantos y tantos otros que ya se marcharon, porque lo malo de ir acumulando años es que acabas conociendo a más gente en el cementerio que en la calle.

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