La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
Comprendo el dolor, la indignación, la rabia y hasta la vergüenza que nos produce la imagen de la devastación. Tengo, como todos, encogida el alma con el recuento de las víctimas mortales, por encima de doscientos a esta hora, con previsión de seguir disparada conforme se achique el lodo. Alcanzo mínimamente a calibrar la desesperación de quienes, también víctimas, aún no saben nada de sus familiares desparecidos, sorteando con una fe improbable la certeza racional del mal presagio. Veo con el corazón roto cómo en unas horas crueles muchos, muchísimos, lo perdieron todo.
No tengo dudas de que la enorme riada humana que ha sucedido, con un torrente de solidaridad y respuesta noble a la otra riada mala, estará llena de esfuerzo y dedicación para contribuir, lo mejor que se sepa y pueda, a la recuperación de la normalidad, pero sé que la normalidad tardará en llegar meses en lo material y en lo humano no se repondrá jamás: vendrá otra normalidad, pero la que se ha llevado el agua no volverá.
No me sumaré hoy, ni lo haré en las próximas semanas, a ningún linchamiento para señalar a los gobiernos, de cualquier nivel, peor cuanto más alto, o a las agencias públicas, costosísimas pero ineficaces, que deberían haber intervenido de otra forma y en otros tiempos antes de la catástrofe. No merecen ese reproche estéril; merecen, en cambio, una respuesta ciudadana práctica. Tan evidente es que todos están poniendo cuanto pueden de su parte para aliviar el sufrimiento ahora como que su incompetencia previa, tanto en información como en coordinación y anticipación, ha sido clamorosa. Guardaré en la memoria el desatino, cuanto menos negligente, que, sin provocar la furia natural, ha aumentado la tragedia. Acostumbrarnos a tan poca calidad en nuestros dirigentes es un peligroso camino para prescindir no solo de ellos. No tienen derecho a envilecer la democracia, porque la separación natural con estos incompetentes, henchidos de ejemplos inexplicables de indolencia (consejo de RTVE, ayuda internacional en espera de autorización, empatía ausente con los familiares de los fallecidos), se está deslizando vertiginosamente a cuestionar el sistema que solo ellos, con su torpeza, cortas miras y vanidad, visten con trapos inútiles y desagradables. El cambio de esta (de)generación política, no solo de estos gobiernos concretos coyunturales, miopes e inanes, es una responsabilidad colectiva inaplazable.
Hermanas y hermanos que estáis en pie, llenos de barro y de sufrimiento hasta las trancas: no estáis solos. No podemos mitigar el dolor, ni cambiar el pasado inmediato, sangrante y abierto en canal, ni devolver nada ni a nadie de lo perdido. Pero podemos acompañaros: meternos en el lodo para reducirlo, reponer ladrillos y asfalto, asaltar nuestros caudales para compartirlos, arrimaros pan, daros de beber. Prender la luz y secar vuestras lágrimas para que miréis, valientes, la vida que queda. Porque hay.
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