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Nadie ignora cómo empezó la guerra de Gaza. El día 7 de octubre terroristas de Hamas penetraron en el territorio israelí que rodea la Franja, masacraron a la población civil en los asentamientos y secuestraron a más de dos centenares de rehenes. Nadie ignoraba tampoco que la respuesta de Israel iba a ser rápida y contundente y que iba a aprovechar el conflicto abierto para asestar un golpe definitivo a la milicia yihadista que gobierna Gaza al margen de la Autoridad Nacional Palestina. El Gobierno de Tel Aviv y el primer ministro Benjamín Netanyahu contaron al principio con la comprensión de las potencias internacionales, entre ellas la Unión Europea presidida este semestre por España, que reconocían el derecho a la legítima defensa de los agredidos. Pero, pasado un mes del inicio de la guerra, la situación es otra. Cada día que pasa se evidencia con mayor crueldad que lo que se está produciendo en Gaza no es la respuesta proporcionada a un ataque en su territorio. Lo que pretende Netanyahu es una especie de genocidio en el que no distingue entre los milicianos de Hamas y la población civil de Gaza, que ya cuenta por muchos miles los muertos, con un alto número de menores. Los bombardeos sistemáticos de enclaves sin valor militar, el éxodo forzado de la población hacia el sur de la Franja y el bloqueo que sólo permite la llegada de ayuda con cuentagotas a través de un paso fronterizo con Egipto dibujan un panorama terrible al que no se le ve final. La opinión pública internacional ha girado y tiene razones sobradas para ello. Israel está desarrollando acciones contra la población civil que no pueden ser justificadas de ningún modo como actos de guerra. La comunidad internacional ha demostrado una vez más su ineficacia total para poner coto a una situación como esta. Ni los países de forma individual ni las organizaciones como la ONU van más allá de expresar retóricas condenas sin ningún efecto real. Mientras tanto, los habitantes de Gaza siguen siendo masacrados día tras día.
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