Editorial
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Pedro Sánchez va a lograr este jueves que el Congreso de los Diputados lo invista como presidente del Gobierno en primera votación y con una de las mayorías más holgadas logradas en la historia democrática de España. El candidato socialista ha negociado y cerrado acuerdos con todo el arco parlamentario excepto con el Partido Popular y con Vox, lo que abarca desde nacionalismos suaves como el que podría representar Coalición Canaria a la izquierda neocomunista de Podemos, pasando por los separatismos vasco y catalán, este último blanqueando y legalizando el golpe de 2017 contra la Constitución. Pero esta fotografía es engañosa y darle carta de naturaleza sería ignorar la situación en la que está hoy España. Nunca un candidato se había subido a la tribuna en medio de una crisis institucional y social de la gravedad de la actual. El pacto con Junts, que va a permitir a Sánchez que el debate de mañana sea poco más que un trámite, está expresamente rechazado por uno de los poderes del Estado, el Judicial, a través de su máximo órgano de Gobierno, el Consejo General, y del Tribunal Supremo, y por todas las asociaciones de jueces y fiscales, tanto las conservadoras como las progresistas. También por las organizaciones que representan a los inspectores de Hacienda, a los de Trabajo, a la Guardia Civil, reputados despachos de abogados, organizaciones empresariales y una larga lista que se haría interminable. Y lo que es más importante: la voz de la calle. Pedro Sánchez cometerá un error imperdonable si ignora el mensaje que le llegó el domingo desde toda España y lo reduce a una algarada auspiciada por los dos únicos partidos a los que no ha sumado a su mayoría. No era ese el tono de las masivas concentraciones que se produjeron hace dos días, que nada tenían que ver ni en su paisaje humano ni en su escenificación con los escraches ultras a las puertas de la sede el PSOE. Sánchez tendrá desde el jueves vía libre para formar Gobierno, pero su cuestionamiento social es algo más que un accidente del camino.
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