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A no ser que se tome como un gesto de apoyo político sin más consecuencias en el corto y medio plazo, la decisión del último Consejo Europeo de abrir formalmente negociaciones con Ucrania y Moldavia para su integración como miembros de la UE sólo podría interpretarse como una medida poco meditada y destinada al fracaso. Bien es cierto que el anuncio realizado en el final del periodo de presidencia española de la UE es sólo el primer paso de un proceso muy largo en el tiempo y sin consecuencias económicas inmediatas. Pero Ucrania es un país sumido en una guerra cuya duración y consecuencias son todavía una incógnita y cuyo territorio está sometido a disputa por una potencia nuclear, Rusia, que sigue siendo, a pesar de su aislamiento, uno de los grandes actores de la geopolítica mundial. Sólo como pronunciamiento político es comprensible lo que se ha hecho en Bruselas. En un momento en el que el apoyo de Estados Unidos a Ucrania flaquea, convertido en un asunto casi de política interna con la vista puesta en las elecciones presidenciales del año que viene, y en el que Rusia aparece de nuevo envalentonada, Europa da un paso adelante y refuerza sus vínculos con el país agredido. Es un pronunciamiento que constituye, por lo demás, el único logro político destacable de una presidencia española que se puede calificar de gris y poco relevante. Pedro Sánchez ha estado estos seis meses absorbido por la política interna e incluso su comparecencia en el Parlamento Europeo más que una exposición sobre los retos de la Unión fue un agrio debate con el presidente del Partido Popular Europeo sobre los temas que se discuten en la política española y la amnistía a los separatistas catalanes. Que Europa mire al este a la búsqueda de una ampliación que la consolide como una potencia mundial entra dentro de la lógica política. Pero debería vigilar sus prioridades si no quiere que este proceso termine volviéndosele en contra.
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