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Conformado el Gobierno, la legislatura arranca bajo el signo de la tensión y de los frentes abiertos. Batallas jurídicas y batallas políticas, en Madrid y en Bruselas. No cabía esperar otra cosa de un Ejecutivo que se ha presentado ante la ciudadanía, en el debate de investidura de su presidente, como el constructor de un muro para impedir que los contrarios puedan aspirar al poder o, por lo menos, a la influencia a través de espacios de consenso. Como dijo Alfonso Guerra esta semana en un programa de televisión, se puede esperar poco de una administración que edifica muros y vuela todos los puentes. Este es el panorama con el que los españoles van a tener que convivir en los próximos cuatro años, si es que la legislatura no revienta antes. En el origen de todos estos desatinos está el acuerdo con los separatistas vascos y catalanes que han mantenido a Pedro Sánchez en la Moncloa y que tienen en la amnistía para los responsables de los sucesos de 2017 en Cataluña su aspecto más alarmante. Esa alarma empieza a sonar también en Europa. La UE va a ser escenario de un pulso político, que de hecho se ha planteado ya en la discusión del pasado miércoles en el Parlamento Europeo y que, inevitablemente, coloca a España en una perspectiva con puntos similares a los que puedan ofrecer Polonia y Hungría. Pero el escenario más grave se va a situar en el Tribunal Europeo de Justicia, donde es muy posible que llegue una cuestión prejudicial planteada por el Supremo español una vez que se aprueba la ley y que se tramitaría en paralelo al previsible recurso del PP ante el Constitucional. Nada bueno presagia una situación que de una u otra forma va a perjudicar a España y a su prestigio en Europa. Son las consecuencias de levantar muros y plantear batallas.
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