Editorial
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El descontento de la ciudadanía con la gestión de la pandemia realizada por el Gobierno de España crece. Las calles céntricas de las principales ciudades de España se llenaron ayer de vecinos que protestaban contra el Ejecutivo; en su mayoría, lo hicieron a bordo de vehículos, fórmula que la Justicia ha permitido para las convocatorias hechas por Vox. Mientras miles de enseñas nacionales aún se agitaban en la protesta -a la que se sumaron, según testimonios de asistentes, personas que no simpatizan con el partido convocante, pero coinciden en el propósito de éste de exigir la dimisión del Gabinete-, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, compareció en La Moncloa, como hace cada sábado desde que decretó el estado de alarma, mediado el mes de marzo. Los mensajes del gobernante buscaban rebajar algo la tensión social y política que su gestión de esta situación excepcional ha provocado. En esa línea iban sus anuncios de regreso de la competición profesional del fútbol a partir de la semana que se inicia el 8 de junio, de la libre circulación para el turismo interior desde el 22 de ese mismo mes y de la apertura de fronteras para turistas extranjeros a partir de julio. Pero su negativa a responder con una explicación no ya coherente, sino mínimamente consistente a las reiteradas preguntas de por qué pactó esta semana con los herederos de ETA demuestran que el Ejecutivo no ha recuperado el norte. Sus únicas respuestas o faltaban a la verdad -porque la renovación del estado de alarma estaba garantizada con el voto afirmativo de Cs y PNV- o incurrieron en infantilismo, pues culpó al PP -por su negativa- de tener que recurrir a negociar la abstención de EH Bildu a cambio de la derogación íntegra de la reforma laboral de 2012, una medida que, como ha recordado la ministra de Economía, Nadia Calviño, sólo crearía inseguridad jurídica en el peor momento para el mercado de trabajo. Sánchez se enroca, sigue perdido y da alas con ello al impulso de protestar contra él en la calle.
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